martes, 4 de mayo de 2021

La Depresión, el cáncer del alma

    Oí a una paciente confesar que a veces desearía padecer Alzheimer para así, no recordar nada. La dejé hablar, la dejé continuar con atención, sabía que su queja, su deseo no era sino una manera de expresar el alcance de su sufrimiento, como si usara el símil de la terrible enfermedad para hacerme entender hasta dónde alcanzaba su dolor. Como el Alzheimer, la depresión no da tregua, está presente las 24 horas del día, jugando drásticamente con las emociones y los sentimientos de su víctima. Tiene un inicio prácticamente imperceptible y va acumulándose, creciendo de manera discreta hasta que nos percatamos que nuestra vida, nuestro mundo social, personal y laboral, sucumbe, se desmorona como figuras de arena ante el avance del agua en la playa. Nuestro interior, nuestros sentimientos y emociones acaban destrozados, confundidos y llegamos a perder nuestro propio concepto del sí mismo. Aquél que fuimos desaparece hasta percibirnos como sombra, una sombra sin forma que, sin saber por qué, toma control de nosotros: vacío y sombra.

Mientras sollozaba y explicaba con voz entrecortada el alivio que le supondría no recordar el pasado, su mirada se clavaba en el suelo, como si en él leyera cuanto me decía, como si buscara desenterrar sus sentimientos y hacerlos resurgir de lo más profundo. Sólo de vez en cuando alzaba sus ojos cansados, casi caídos, como deseando cerrarse y lograr un descanso que hasta ese momento no lograba tener y mirarme, buscando en mi mirada o algún alivio o validación. Asentía callado, dejando que cada palabra expresada fuese ese alivio que ella buscaba en mí. La depresión se había adueñado incluso de sus ojos, cuya expresión era fiel reflejo del precipicio que parecía siempre bordear al límite. Este cáncer del alma había crecido poco a poco, alimentándose cada día de cada pensamiento, de cada recuerdo. Fracaso, desengaño, desilusión, decepción, impotencia, desinterés y ese eterno y completo vacío que impedía pensar o dormir, hablar e incluso callar, pues su mente se asemejaba a una red intrincada de laberintos afectivos que hacía imposible cualquier intento de razonar sobre sí misma. Había menoscabado su autoestima hasta el punto de anularla, de sentirse tan vacía y cansada que hasta el mismo acto de respirar, de hablar, le suponía un esfuerzo.

"El cuerpo grita lo que el alma calla" leí una vez. Y su aspecto físico era fiel reflejo de su sufrimiento. Como un cáncer, la depresión había invadido cada rincón de su cuerpo que como metástasis se expandía libremente. Su alma había enfermado tanto que su cuerpo no podía ocultar, no podía callar ese dolor.

No sólo la somatización que padecía sino la concurrencia por su causa de otras patologías orgánicas derivadas, hacía que la depresión se retroalimentara cayendo en un peligroso círculo vicioso que había dado lugar a conductas autolesivas y últimamente a ideación suicida.

Su voz apenas si era audible mientras relataba. Cuando hablaba de situaciones con fuerte carga emotiva su tono era más firme, como vomitando una rabia contenida, como reprochando en el presente lo que quizás calló en el pasado. Tenía la sensación que cada frase expulsada, cada sentimiento expresado, cada rabia vomitada era similar a una sesión de quimioterapia, como si quemara pequeños trozos de depresión, de dolor tan arraigados en su alma.

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