Míriam entró en la sala acompañada por la mirada escrutadora de los dos detectives que la aguardaban acodados en una esquina. Haciendo caso omiso de su gesto reprobatorio, se situó frente al vidrio de la ventana que se abría a la sala contigua y, cruzando los brazos sobre el pecho, evaluó la situación: un hombre joven, de rostro aniñado y cabello castaño que le caía a mechones desiguales por la frente, movía sin descanso un lapicero contra un montón de papeles. Sus ojos, al borde de las lágrimas, seguían el movimiento frenético de su mano, que garabateaba en distintos tonos de gris cada milímetro del papel hasta cubrirlo por completo y pasar al siguiente para hacer lo mismo una y otra vez.
—¿Y este es su sospechoso número uno? —preguntó Míriam levantando una ceja con desdén.
—Más bien el culpable número uno, señorita —replicó el más veterano.
—Doctora Rueda, si no le importa. Gracias.
—Está bien, doctora Rueda –se corrigió de mala gana el hombre–. Encontramos a este individuo cubierto de sangre, con un cuchillo en las manos y recitando frases sin sentido junto al cadáver de su madre. ¿Qué más necesita para concluir que está loco? No hace falta ser un experto, como usted, para dictaminar semejante obviedad –remarcó en tono ofensivo.
–La locura es la única reacción sana para una sociedad enferma, detective. No subestime a los locos, ni sobrevalore a los cuerdos, no vaya a ser que se sorprenda.
—Más bien el culpable número uno, señorita —replicó el más veterano.
—Doctora Rueda, si no le importa. Gracias.
—Está bien, doctora Rueda –se corrigió de mala gana el hombre–. Encontramos a este individuo cubierto de sangre, con un cuchillo en las manos y recitando frases sin sentido junto al cadáver de su madre. ¿Qué más necesita para concluir que está loco? No hace falta ser un experto, como usted, para dictaminar semejante obviedad –remarcó en tono ofensivo.
–La locura es la única reacción sana para una sociedad enferma, detective. No subestime a los locos, ni sobrevalore a los cuerdos, no vaya a ser que se sorprenda.
—Menuda pérdida de tiempo. ¡Debería estar encerrado hace horas! —bufó el más joven.
–Vigilen desde aquí mientras hago mi trabajo —pidió Míriam con ironía.
"Tomás Pérez, 22 años. Diagnóstico: Síndrome de Asperger de alto funcionamiento. Buena capacidad cognitiva, alta sensibilidad a los ruidos, mutismo selectivo en crisis", leyó Míriam mientras entraba en la sala de interrogatorios.
–Hola, Tomás. Qué bien dibujas...
El chico la miró fugazmente y siguió rayando los papeles de forma compulsiva.
–Hablemos, Tomás. ¿Sabes qué ha pasado?
Con una tristeza infinita pintada en el rostro, Tomás levantó la cabeza y afirmó moviendo la barbilla. Su mirada cayó de nuevo a los papeles emborronados. Míriam se fijó en la sangre reseca de sus manos. Colocándose a su lado y procurando no tocarle, intentó descifrar el caos de garabatos. Tras una breve reflexión, miró sonriente al cristal tras el que observaban los detectives. Tomás dejó de dibujar. Ella recogió los folios y los fue pegando con celo en el espejo, uno a uno, hasta formar una cuadrícula perfecta de ocho por ocho.
Los detectives, atónitos, no podían apartar la mirada del mosaico creado por Míriam. En un dibujo tan real que erizaba el vello, un hombre, el padrastro de Tomás, empuñaba un cuchillo y destilaba odio en blanco y negro tras el cristal.
–Vigilen desde aquí mientras hago mi trabajo —pidió Míriam con ironía.
"Tomás Pérez, 22 años. Diagnóstico: Síndrome de Asperger de alto funcionamiento. Buena capacidad cognitiva, alta sensibilidad a los ruidos, mutismo selectivo en crisis", leyó Míriam mientras entraba en la sala de interrogatorios.
–Hola, Tomás. Qué bien dibujas...
El chico la miró fugazmente y siguió rayando los papeles de forma compulsiva.
–Hablemos, Tomás. ¿Sabes qué ha pasado?
Con una tristeza infinita pintada en el rostro, Tomás levantó la cabeza y afirmó moviendo la barbilla. Su mirada cayó de nuevo a los papeles emborronados. Míriam se fijó en la sangre reseca de sus manos. Colocándose a su lado y procurando no tocarle, intentó descifrar el caos de garabatos. Tras una breve reflexión, miró sonriente al cristal tras el que observaban los detectives. Tomás dejó de dibujar. Ella recogió los folios y los fue pegando con celo en el espejo, uno a uno, hasta formar una cuadrícula perfecta de ocho por ocho.
Los detectives, atónitos, no podían apartar la mirada del mosaico creado por Míriam. En un dibujo tan real que erizaba el vello, un hombre, el padrastro de Tomás, empuñaba un cuchillo y destilaba odio en blanco y negro tras el cristal.
–Ahí tienen al culpable. Los lunes imparto un seminario sobre empatía y juicios morales en la Salud Mental. No les vendría mal pasarse. Es gratis –dijo Míriam dejando una tarjeta en la mesa antes de volverse hacia Tomás–. ¿Me acompañas? Nos vamos.
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