Llegó cuando nadie le esperaba. «Si viene, que sea niña» deseaba su madre. Pero no, fue niño, como sus siete hermanos. El más pequeño de ellos le llevaba diez años, y ya nadie en la familia estaba dispuesto a volver a jugar con un mocoso.
Juan se pasó los primeros dos años de su vida llorando, reclamando un poco de atención, hasta que por fin comprendió que no tenía nada que hacer, y pasó del llanto al mutismo, eso llamó un poco la atención de la familia, pero fue un periodo breve.
Le llevaron al colegio, algo había que hacer con él, y allí permanecía solo y apartado, sin relacionarse con nadie. Estaba como en su casa.
Como los niños no sabían qué hacer con él, le usaron para reírse, se lo pasaban bien a su costa. Él no sabía que existía, pero pese a ello lo pasaba mal, sin que supiera cómo explicarse ni a quién.
Cuando lo que se siente no tiene nombre, uno se tiene que servir de sensaciones para expresarse, y lo suyo era sobrecogedor, angustioso, aplastante, limitante, como un nubarrón gris que te impide ver y que te vean. Algo que paraliza y hace que respires con cuidado. Tardaría todavía unos treinta años en saber que aquello seguramente se llamaba soledad.
Con ocho años, su madre algunas veces lo dejaba al cuidado de su vecina de puerta mientras iba a hacer algunos recados. Allí Dori, su vecinita de doce años le usaba para hacer sus estudios de anatomía, y en esos juegos anduvieron hasta que a los catorce años otro vecino empezó a estudiar anatomía con Dori.
Juan, con diez años, supo cómo se sentían los juguetes abandonados. A la vez tenía un gran sentimiento de culpa, porque seguramente su Dori se habría ido por algo que él habría hecho. Aquello tenía que tener alguna explicación, y a falta de otra, cargaba sobre sí mismo. No estaba acostumbrado a hablar con nadie y además su amiga le había exigido secreto absoluto sobre sus juegos.
Ahora el mutismo se acompañaba de una rebeldía descontrolada e incompresible, para quien no conociese sus raíces en la frustración, por la pérdida de su objeto absoluto, que le tornaba al mundo del ostracismo.
El tiempo pasó y «olvidó». Se casó con una mujer a la que le costaba expresar sus sentimientos, «Dios los cría y ellos se juntan», pensaron muchos. Tuvieron una hija a la que llamaron Dori, con la que Juan fue muy feliz, hasta que Dori encontró novio.
Se dijo que las dos mujeres de esa casa murieron por violencia de género. Otros dijeron que fue un problema de salud mental.
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