Levanto la mirada y me encuentro con un rostro familiar. Es una chica joven, como yo. Cerca de los treinta, como yo. La observo. Su pelo tiene una forma poco o nada definida, no se sabe si es rizado o liso. Lo lleva despeinado, la raya a un lado y la gravedad hace el resto del trabajo colocándolo como puede hasta rozar los hombros. Analizo su vestimenta: va de azul. Viste una camisa azul cielo transparente decorada con lunares blancos, y encima un blazer azul. El cristal no me permite ver más, así que voy recorriendo con mi mirada el resto. Unos vaqueros azules y unas bambas blancas, muy relucientes. Me da la sensación de que es una chica que se cuida, que le gusta gustar, que quiere vestir bien y dar buena impresión.
Es cierto, cuando me he levantado esta mañana tenía ganas de vestirme formal. Se ve bonito el conjunto, pienso.
Vuelvo a levantar la mirada, que se me había quedado fijada en el suelo de este tren que me lleva de vuelta a casa, y entonces, veo su rostro. No sonríe. Me mira fijamente, pausadamente, con un destello de reto en sus ojos. Me provoca. La miro tan fijamente como ella a mí, o más si puedo. Quiero descubrirla, desabrochar los botones de su camisa y adentrarme entre sus costillas. Recuperarla. Sin quererlo, me ha ganado. Mis ojos no ven más que círculos grises que sobresalen en un fondo neutro. Vaya suelo para poner a ferrocarril, pienso, mientras vuelvo a subir la mirada. Esta batalla no puede haber terminado aún. Esta vez voy a mantener la mirada seca, fría. Necesito que se desmorone como tantas otras veces he conseguido hacerlo. Está en un espacio público y se va a contener, pero va a ser suficiente para hundirla, para que se sienta derrotada.
Déjame. No busques más entre mí. Ya te lo he dado todo. Todas las respuestas a tantas preguntas absurdas. No sé el por qué de mi parecer, de mi falsa fortaleza. No me vuelvas a mirar. Debería haberte ignorado y ponerme la sudadera gris y los tejanos de ayer. No pienso volver a escucharte, ¿me oyes? Tantos años, tantos. Es mi manera de ser, un día arriba, un día abajo. No hay un por qué.
Sorpresa. No puedo verte de nuevo. Cuando levanto la mirada me encuentro con la que una vez podrías haber sido tu. Tiene unas piernecitas, que apenas la sustentan, encima del asiento y se balancea mientras juguetea con un chupete que se le ha descolgado del jersey. Te mira, y le devuelves la mirada, pero no puedes sostenerla más de cinco segundos. Quiere tu atención, quiere jugar contigo. Vuelvo a los taponcitos grises del suelo. Esa niña… quién es esa niña si no soy yo. Por qué ocupa el lugar en el que debería ver a una chica treintañera rubia, con el pelo desordenado y vestida de azul.
Sí, somos la misma: nuestro equilibrio es nuestra salud mental.
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