Ya sé por qué me duele la cadera, dijo mi madre de 89 años por el teléfono. Me violaron, aseguró con ese tono que cierra toda posibilidad de diálogo. Se negó a que la revisara un médico. ¡Ya lo sabes! Sentenció, se despidió, me deseó buena noche y colgó el auricular.
El miedo se alzó en mi adentro como un monstruo y permaneció en silencio mientras estuve frente al televisor. La historia de un periodista obsesionado con el caso de un homicida en serie no aplacó al intruso del desasosiego.
A mitad de la noche mi mente viajaba entre la posibilidad de hacer algo para ayudar a mi progenitora y la de seguir "nadando de muertito", como lo he hecho desde hace casi tres años. Elegí de nuevo la segunda opción que no cesó de reprocharme.
En la mañana mi energía se enfocaba como cada domingo, en hallar el ánimo perdido para ir por mamá a su casa. Las sacudidas de mi corazón y el enojo se incrementaban al pensar que en cuanto ella estuviera sentada en el asiento del copiloto, acusaría de nuevo al vecino que la persigue desde su piso a cada habitación a la que ella se dirige en su propio departamento.
El recorrido en mi auto por las conocidas calles de su barrio estaría acompañado por sus palabras de rencor adolorido al quejarse de su vecina que le quiere quitar su hábitat, la misma que le roba sus faldas y cuando su dueña le pide que las devuelva, las regresa sin chistar. Esa mujer que hace días le reclamó agriamente, al topársela mientras caminaba por la unidad habitacional, que ya estaba harta de mi señora madre.
Doña Bertha, como la llaman con cierto coraje quienes la conocen hace años, es una niña crecida, caprichosa e hiriente, generosa y de una dulzura ruda que pocas personas comprenden, incluidas quienes la aman.
Cómo hacer que baje su ansiedad, cómo romper el círculo de su obsesión y protegerla de sí misma sin lastimarla, sin que piense que creemos que ha perdido el juicio.
No encuentro solución. Una institución de salud sería el abismo para ella y el infierno para los cuidadores, a menos que la medicaran bajo estrictas medidas, lo que abriría la puerta al declive.
Sería imposible que Yaya, como le gusta que la llamen sus nietos, fuera dócil a autoridad alguna. Independiente, libre y autosuficiente desde que su fallecido esposo enfermara de esclerosis múltiple, ella supo avanzar en su vida y sostener a sus dos hijos.
Amante de las caminatas y de las flores, la mujer que vive sin pausa el pavor de ser despojada, saldrá de su soledad una tarde más. Caminaremos juntas en busca de una sonrisa nueva que nos salve de esta encrucijada aunque sea por unos minutos, antes de que el destino decida.
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