Me preguntaron alguna vez qué significaba el cuarto. ¿Cómo darle un significado? Supe siempre describirlo, lo viví. En esos tiempos use palabras como atascados, para mostrar los platos en el lavabo, y escapistas, para las sábanas que con rezonga inmovil huían del colchón. Comparé también el piso con arena hirviente, pegándose a la piel desnuda de mis pies. No tenía una escoba, ni tampoco un trapeador. Dedicaba mis días a completar con gran paciencia y eficacia, un espléndido zoológico de papel. Me acompañaban en mi soledad, elefantes de todo tamaño y color, colibríes de mi nativo Ecuador, conejos y zorros con ojos de tinta tornasol. Fueron también ellos testigos de mis crímenes. Silenciosos espectadores del giro traicionero del encendedor, de las marcas en la piel, de los intentos fallidos de esconder las llagas.
No era una cosa nueva, el sentimiento me refiero. Era el mismo que sentía cada vez que regresaba mi padre a casa después de conocer las notas paupérrimas de mi libreta escolar. El que invadía mi corazón a ritmos torrenciales al sentir la intención de sus pasos. Aquello que me perseguía en el noveno grado cuando me sacaban de clase a obligarme a hablar con psicólogas cuya única solución era la de privarme de las actividades con las que sanaba mi mente. Era, igualmente él, el que trituraba encolerizado mis nudillos contra muros y puertas. Mis manos eran veleros llevando la vergüenza, el miedo, la frustración ciega de no saber como salir.
¿Qué es la realidad? Todavía no se, pero en ese momento no era más que el carrousel macabro de mis pensamientos. No era más que una sucesión de ideas, enjauladas entre boca y garganta. Ideas que con el tiempo entrarían en ebullición. Las mismas que metódicamente lo consumieron todo, mi piel, mi tranquilidad, mi sueño.
La noche se vestía de gala para ir de la mano de mi insomnio. La madrugada de repente se transformaba en hora del almuerzo, y la cena en un sueño cansino.
La desesperación llevó a la más clara de las conclusiones. No había más tonos de gris. ¿Cómo hablar de salud mental, sin mencionar lo obvio? Sin tocar el hecho de que por más brillantes nos sintamos, por más que sudemos con orgullo la creencia de lograr curarnos, solos, no es posible.
Necesitaba ayuda. Me encantaría decir que la obtuve de inmediato, que no vacile. En realidad, pasarían meses antes de sentarme frente a una psicóloga de nuevo. Inventé cada excusa que pude, la dejé plantada más de una vez. Tenía miedo también, de salir de mi estado, de perder, con el dolor, lo que me diferenciaba. Como si atado a él estarían partes que consideraba esenciales.
Entonces: ¿Qué significaba el cuarto? El cuarto fue la desesperación, el intento frustrado de encontrar algo más allá del dolor, de la soledad, del orgullo. Me quemé en una hoguera con alarmas anti incendio y fue allí mismo, donde encontré la voluntad gradual de sanar.
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