Hace ya un mes que se lo llevaron. Él no se resistió. Vagaba en mitad de una de sus ensoñaciones. Lo sé porque sus ojos no estaban posados en este mundo. Unos hombres de blanco le tomaron de los brazos y lo introdujeron en una camioneta sin ventanas. Ya no le he vuelto a ver.
Le conocí hace muchos años, una mañana soleada del mes de abril, cuando paseaba por esa calle de verbena y fanfarria que es la Gran Vía. Él estaba sentado en el suelo del soportal de un edificio cerrado por reformas. Yo creía que pedía limosna pero no había mensaje ni en su boca, ni en sus gestos. El ruido de la ciudad no le tocaba y nadie le veía. El mundo representaba la corriente de un río escandaloso y él, recostado en una de sus orillas, dejaba que discurriera tal y como venía.
Desde un banco cercano, le observé inmerso en una quietud de roca. El hombre era un puro despojo. Vestía unos pantalones raídos de tela y una larga camisa del mismo color indefinido. Portaba una barba tan blanca y larga como su cabello.
En un momento dado se puso en pie, realizó una reverencia y comenzó a dar vueltas y vueltas sin parar. Una mujer le miró por encima del hombro y se fue meneando la cabeza envuelta en un soliloquio interminable. –Qué fastidio, tienen que venir a molestarnos a nuestra casa-; un grupo de japoneses que hacía fotos a la estatua humana de un motorista convertido en piedra en mitad de un salto, corrió a retratar a este hombre que giraba con los pies descalzos.
Un corrillo le rodeó, atraídos sus miembros por la curiosidad del otro. Se formó un tapón en una de las aceras de la Gran Vía. Esta loca calle ya entonces estaba acostumbrada a los espectáculos y a los esperpentos, y los cobijaba con naturalidad.
El misterio se fue apagando a medida que aquella peonza humana continuó girando sin más, sin añadir ningún elemento aparentemente extraordinario al número especial del miércoles. Quizá esperaban que se tropezara y cayera sobre alguien, cualquier cosa que les arrebatara de su monotonía. Esto no ocurrió y el grupo se fue disolviendo.
Después me enteré de que se llamaba Sahib y que dormía en el ático de un edificio deshabitado. Había llegado a Madrid 30 años antes huyendo de la revolución iraní donde se castigaban la locura y la música. Él llevaba en los bolsillos y a partes iguales los dos pecados. Así que una mañana besó a su madre en el rostro y, quién sabe cómo, desembocó en la más salvaje y descarnada arteria de la ciudad, de aquí no se movió. Me acuerdo mucho de él y de lo que me dijo un día cuando le pregunté si no le gustaría tener una vida normal: -No es signo de buena salud el estar bien adaptado a una sociedad tan enferma ¿No crees?-.
No hay comentarios:
Publicar un comentario