martes, 11 de mayo de 2021

Dolor inherente

    Los restos de la noche anterior iban apareciendo como pequeñas escenas por mi mente, recuerdos desgastados de tanto intentar entenderme, complejos sentimientos que no concordaban con mi actitud. Mirando el techo e intentando despegar mis labios, que descansaban cerrados, miedosos de soltar los monstruos que desde pequeña reinaban mi interior, pensamientos que comenzaban a chocar con fuerza como siempre. Culpabilidad prácticamente inherente a mí que me hacía chillar silenciosamente lo incomprensible de mi existencia.

El ruido de mi puerta se hizo hueco por la habitación, un sonido ensordecedor mucho más irritante de lo que recordaba. Mi madre, temerosa, asomó, y su voz suave me hizo sentir a salvo de mí misma, serena, tranquila. Se acercó a mi cama, con la paz de lo cotidiano, y acariciando mi frente se limitó a alcanzarme las pastillas que tanto odiaba. Mis manos, llenas de arañazos provocados por mí, cogieron temblorosas el vaso de agua, y sin pensarlo -o más bien pensando que debía hacerlo por ella-, las dos píldoras recorrieron mi garganta pesadamente.

No podía dejar de mirarle, mientras que ella sonreía con cariño, malacostumbradas las dos a esos episodios, sufriendo en secreto, como si no pudiésemos ver el cansancio en los ojos de la otra. Nunca sabía quién lo estaría pasando peor, sólo era capaz de concentrarme en el inmenso dolor de mi pecho, que iba mucho más allá de algo físico, que me hacía querer dejarlo todo. Y sólo podía pensar en si le estaría ocasionando exactamente el mismo dolor a ella, mi salvavidas, mi protectora.

Esa misma tarde volvimos a pisar el hospital, otra vez en urgencias, otra vez sin sentir mi cuerpo. Lo había vuelto a intentar y otra vez causé daño en todos mis seres queridos, agotados de haber confiado una vez más en mí, viéndome caer como ya era rutina. Pero esta vez desde una silla de ruedas firmé un papel que ni quise leer, porque mi madre no paraba de llorar y susurrarme "por favor", porque me prometieron que era la llave para deshacerme de aquel sufrimiento con el que nací, aquel arraigado a mis entrañas.

Desperté mirando un techo que ya no era el mío, con una chica vestida de blanco que intentaba sacarme sangre. Asustada empecé a gritar, necesitando más que nunca la presencia de mi ángel de la guarda, de la única persona que sabía salvarme de las pesadillas que habitaban mi cabeza.

"Eres muy joven para estar aquí, ¿no?", me preguntaban personas con el mismo pijama, con la misma cara de perdidos que seguramente compartíamos. Mientras, dos puertas bien cerradas y custodiadas, me separaban de esa realidad que ahora prefería mil veces más que esos pasillos demasiado limpios que susurraban lo mal que estaba todo en mi interior.

Sin saber qué buscaba salí al pequeño patio de la planta, miré al cielo, preguntándome si mi dolor se iría algún día, si existiría alguna operación para curarme, si conseguiría ser feliz como me prometieron todos allí, como mi madre necesitaba para serlo ella.

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