Nadie mejor que yo sabe que de un tiempo a esta parte no se encuentra bien, que su salud mental se ha ido deteriorando a medida que su figura ha ido cayendo en el ostracismo.
Y si lo sé bien no es sino porque también yo estoy sujeto a los vaivenes de la fama y en más de una ocasión mi estado de ánimo se ha resquebrajado y he estado a punto de tirar la toalla.
Siempre recurre a mí. Supongo que porque piensa que soy más fuerte que él. No sé si lo soy, pero normalmente siempre estoy ahí.
Normalmente, pero no hoy.
Cuando descuelgo el teléfono no entiendo muy bien lo que dice. Las palabras se le enredan en la boca. Juraría que está ebrio. Cuelgo.
Me dirijo a su casa y le encuentro delante de una botella de whisky y una caja de barbitúricos. Las aparto de su vista, recrimino su actitud y le conmino a que deje de hacerse la víctima.
Balbuceando, me explica que se siente frustrado porque se le niega el reconocimiento que cree merecer, que no aguanta más y que ha perdido toda ilusión por vivir.
Su respuesta me irrita. Le digo que lo que no aguanta es que otros triunfen. Le grito que es un engreído y que en lugar de suicidarse debería intentar una cura de humildad.
Lloriquea y eso me irrita aún más. Le suelto a bocajarro que lo que no puede soportar es vivir a la sombra de mis éxitos.
Ya no dice nada. De pronto, le invade el llanto. Definitivamente, se ha derrumbado.
Entonces me doy cuenta de que quien necesita la cura de humildad soy yo y para animarle le invito a ir al cine. Yo pago, le digo.
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