—El sábado vamos a la casa de la tía Adela —dice mamá—. Francisca cumple ochenta.
Miro hacia un costado, en busca de ayuda. Mamá cree que huyo porque le tengo miedo.
—Martín y yo tenemos planes. Pensábamos llevar a los chicos al cine.
—¡Qué planes ni ocho cuartos! Tenemos que ir; todos queremos mucho a Francisquita.
—Casi no la conozco, mamá. Y aunque no estés enterada, ya tengo más de treinta, un esposo, hijos.
—No me discutas. Mi primo Arnaldo nos invitó a comer asado.
—No quiero ir a la casa de Arnaldo. Me pellizca todo el tiempo, me muestra un cuero de víbora que me da mucho miedo…
—¡No se puede ser tan idiota a los nueve! Estás entrando en la edad del pavo.
¿Tengo nueve o más de treinta? ¿Soy una niña a la que le empiezan a crecer las tetitas o una mujer que trajo dos hijos al mundo? Huyo de mamá y voy hasta el arcón en el que se esconde mamá, mi otra mamá, la que no me pide sacrificios inútiles, no me humilla ni tortura.
—No le hagas caso —dice mi otra mamá; ella siempre me entiende—. Poco a poco irás saliendo del pozo y yo te voy a ayudar.
—¿No debería hacer terapia? Martín siempre me dice…
—Podría ayudar —dice mi otra mamá, siempre sensata. Pero del otro lado de la puerta está mamá, y ella siempre puede torcer mis deseos, hacerlos un bollo, tirarlos a la basura.
—¿Todavía no estudiaste, Marita? —Los ojos de mamá echan chispas—. ¡El examen es mañana! ¡Vas a fracasar en la vida, estúpida! Terminarás de sirvienta, como Francisca.
Mi otra mamá vive en el cofre, junto a unas cositas de oro que me legó la abuela. Siempre me dice frases alentadoras.
—No te preocupes, Marita; los gritos surcan veloces el aire, pero desfallecen si tus oídos se cierran.
—Entonces, ¿no le hago caso?
Mi otra mamá sonríe, como siempre, y llena de sol mi alma.
—Lo que importa es que sigas la ruta de tus deseos, y más importante aún, que recorras el camino sin angustia.
Miro a mi mamá, que prepara la cena. Está esperando que llegue Martín para quejarse de mí, que no hice esto, que hice mal lo otro.
—¡Marita! ¡Mocosa imbécil! ¿No te dije que recogieras la ropa para lavar?
Mi otra mamá habita en un baúl profundo, la puerta de entrada del mundo subterráneo donde vivo otra vida, con otro Martín y otros hijos, y lo más importante, con otra mamá, una mamá sabia que me apoya y alienta.
—Vamos a encender la luz, Marita; no podemos vivir en la penumbra.
Sonrío. El fondo del baúl se ilumina. Cuando salgamos, Martín, y los chicos y yo, vamos a ocupar el lugar que nos usurparon, mamá y sus secuaces. Pero no les voy a echar la culpa. Sé que yo soy responsable y vamos a cambiar las cosas. ¿No es cierto?
Martín, los chicos y mi otra mamá, también sonríen.
—Martín y yo tenemos planes. Pensábamos llevar a los chicos al cine.
—¡Qué planes ni ocho cuartos! Tenemos que ir; todos queremos mucho a Francisquita.
—Casi no la conozco, mamá. Y aunque no estés enterada, ya tengo más de treinta, un esposo, hijos.
—No me discutas. Mi primo Arnaldo nos invitó a comer asado.
—No quiero ir a la casa de Arnaldo. Me pellizca todo el tiempo, me muestra un cuero de víbora que me da mucho miedo…
—¡No se puede ser tan idiota a los nueve! Estás entrando en la edad del pavo.
¿Tengo nueve o más de treinta? ¿Soy una niña a la que le empiezan a crecer las tetitas o una mujer que trajo dos hijos al mundo? Huyo de mamá y voy hasta el arcón en el que se esconde mamá, mi otra mamá, la que no me pide sacrificios inútiles, no me humilla ni tortura.
—No le hagas caso —dice mi otra mamá; ella siempre me entiende—. Poco a poco irás saliendo del pozo y yo te voy a ayudar.
—¿No debería hacer terapia? Martín siempre me dice…
—Podría ayudar —dice mi otra mamá, siempre sensata. Pero del otro lado de la puerta está mamá, y ella siempre puede torcer mis deseos, hacerlos un bollo, tirarlos a la basura.
—¿Todavía no estudiaste, Marita? —Los ojos de mamá echan chispas—. ¡El examen es mañana! ¡Vas a fracasar en la vida, estúpida! Terminarás de sirvienta, como Francisca.
Mi otra mamá vive en el cofre, junto a unas cositas de oro que me legó la abuela. Siempre me dice frases alentadoras.
—No te preocupes, Marita; los gritos surcan veloces el aire, pero desfallecen si tus oídos se cierran.
—Entonces, ¿no le hago caso?
Mi otra mamá sonríe, como siempre, y llena de sol mi alma.
—Lo que importa es que sigas la ruta de tus deseos, y más importante aún, que recorras el camino sin angustia.
Miro a mi mamá, que prepara la cena. Está esperando que llegue Martín para quejarse de mí, que no hice esto, que hice mal lo otro.
—¡Marita! ¡Mocosa imbécil! ¿No te dije que recogieras la ropa para lavar?
Mi otra mamá habita en un baúl profundo, la puerta de entrada del mundo subterráneo donde vivo otra vida, con otro Martín y otros hijos, y lo más importante, con otra mamá, una mamá sabia que me apoya y alienta.
—Vamos a encender la luz, Marita; no podemos vivir en la penumbra.
Sonrío. El fondo del baúl se ilumina. Cuando salgamos, Martín, y los chicos y yo, vamos a ocupar el lugar que nos usurparon, mamá y sus secuaces. Pero no les voy a echar la culpa. Sé que yo soy responsable y vamos a cambiar las cosas. ¿No es cierto?
Martín, los chicos y mi otra mamá, también sonríen.
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