La pista está a reventar. Me adentro al mar de gente que baila al unísono de una música estridente que aparentemente disfrutan. A mi no me agrada, pero no quiero desentonar, por lo que intento imitarles, aunque fallo espectacularmente. No es de sorprenderse, nunca he bailado bien. Afortunadamente, nadie repara en mí. Debe ser por la máscara que cubre mi rostro y que tiene dibujada una amplia sonrisa. Con ella, nadie puede distinguir la tristeza en mi cara. Con ella, puedo fingir que todo está bien, que la vida no se me desmorona a cada segundo. Con ella, soy uno más.
No sé cómo llegué al centro de la pista de baile. El calor aumenta. Las personas a mi alrededor me sofocan hasta tal punto que resulta imposible respirar. Intento gritar, pero el sonido no puede salir de la máscara. Casi sin fuerzas, trato de salir de la pista, pero los demás bloquean mi paso, ajenos a mi dolor.
Empiezo a caer. Cuando estoy a punto de desplomarme en el suelo, siento que alguien me toma de la mano. Con el sopor no puedo distinguir el rostro de esa persona, pero me aferro a su mano como si la vida se me fuera en ello. Me arrastra lejos de la pista de baile, donde finalmente puedo tomar una bocanada de aire fresco.
Recupero el aliento. Quiero agradecer a mi salvador, pero ya se ha marchado nuevamente a la pista. Lo único que alcanzo a ver de él son unas pulseras rojas que adornan sus muñecas. Me estremezco.
Me levanto con dificultad y me acerco a la pista sin adentrarme a ella, entrecerrando los ojos para distinguir algo entre las luces neón.
La pista me parece más lejana que nunca. Incluso parece sumida, como si estuviese dentro de un hoyo profundo en la tierra. Cuando entrecierro los ojos, puedo ver con mayor claridad. Noto que hay algo extraño en los rostros de las demás personas y luego de un rato caigo en la cuenta: es un baile de máscaras.
Todos poseen una máscara con una sonrisa antinatural dibujada en el rostro. Desde ahí, observo cómo las personas, que antes parecía que bailaban al son de la música, se mueven desesperadamente entre la multitud, buscando la salida sin mucho éxito. Algunos caen y se pierden para siempre en la oscuridad. Parece que es imposible salir sin ayuda. Las máscaras separan a las personas, provocando que sus portadores sean ajenos al dolor del otro y se vuelvan invisibles para los demás.
En ese momento, tomo una decisión. Agarro los bordes de la máscara que oculta mi rostro y la arranco de un tirón, sintiendo que un gran peso desaparece de mi corazón. Después, me dirijo a la pista de baile, dispuesto a dejar de fingir que todo está bien y tenderle la mano a otra persona que necesita ayuda. Solo así, todos podremos salir definitivamente del hoyo.
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