En un lugar. En un lugar lejano y recóndito. En una alhóndiga abandonada. En un rincón desolado. Bajo un techo derrumbado. Entre jirones de tela y carteles caídos. Entre detritos de un puesto derruido. Allí se hallaba.
Silenciosa y cubierta de polvo, veíase un ancla. Herrumbrosa y deslucida, con cirrípedos y algas.
El ruinoso edificio conservaba un dintel. Y por él, se coló un viajero. De zamarra y sombrero, andar cansado. Se quedó estático. Se limpió el polvo de las gafas. Y murmuro: "¡bienhallada!" Y mientras la contemplaba, dobló el mapa que portaba.
El mapa tenía una historia. Como todo buen mapa. No hacía tanto tiempo nuestro viajero viajaba. Pero no buscaba un destino. Vagabundeaba. Mendigaba un techo, una mirada, o una hogaza. No que el vagabundo no tuviese talentos. Ni fuese un vago. Pero en su camino, se cruzó un huracán. Otro día, su caballo cayó en un pantano. Al otro, lo barrió una riada. Y al final, pasó a no poseer nada. Ni siquiera un alma. Un paria.
Pero los caminos, también los que no se sabe que uno anda, tienen recodos. Y tras una curva, nadie sabe lo que pasa.
Y así, un día, rumbo a alguna parada, una mujer, su buey y su carro, se toparon al hombre bajo un haya. Devorando un pedazo de pan. Lo miró de arriba abajo, y con un estremecimiento, sacó algo de entre sus ropas. Lo estrechó. Un papel doblado, maltrecho y ajado. Usado. Se lo tendió al vagabundo. "Tenga". Un estremecimiento. Intercambiaron el preciado documento.
Ella echó a andar. Él, abrió el papel. Un mapa. Casi todo ininteligible. Emborronado. Una esquina dibujada en lápiz. Marcas hechas con la letra de una mujer. Abajo, en imprenta: "Busque usted su ancla".
Lo guardó. Y siguió su camino. Pero lo volvió a abrir. Le picaba en el bolsillo. No pudo parar de mirar. Aquí y allí. Hasta que los garabatos empezaron a hacer sentido. Hasta que en lo emborronado, se evidenciaron signos. Y así siguió, con su dichoso mapa. Empezó, asimismo, a distinguir las anclas. No la suya. No estaba. Pero había otros sin ancla. Algunos, también, con un ancla muy pequeña. Personas que lucían vapuleadas, arrastradas. Otros, en cambio, amarrados a un ancla grande, estable. Y sin embargo, sorprendentemente portátil. La gran mayoría, sin embargo, no parecía que se diesen cuenta de lo que llevaban.
Y así que pasaban los días, observando. Hasta ver lo más extraordinario. Otra mujer. Mayor. Con su ancla lustrosamente pulida. La llevaba, casi con cariño. Se le acercó. "Usted, tiene un ancla". "Así es", respondió. "Parece que haya perdido la suya". Él le enseñó el mapa. La mujer le sonrió. Señaló. "Aquí".
Con esa indicación, pudo emprender el camino.
Y aquí, ahora, llegado. En un lejano y recóndito lugar. Parado. ¡Bienhallada! Dio dos pasos. Un temblor. Otro paso más. Retiró la mugre del lateral.
Gravada en su ancla, como en todas. Reza. "Salud Mental".
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