martes, 4 de mayo de 2021

Anhedonia

    Don Oscar Gondomar nunca supo disfrutar la vida. Ahora, para el sufrimiento era un crack. Se sentía el Messi de las angustias y ansiedades gambeteando placeres y alegrías con absoluta precisión hasta llegar a las nada gloriosas redes de la depresión consumada. ¿Sería culpa de la educación paterna? Sin dudas. Pero cuando ya tienes pelos en las bolas, empiezas a ser responsable de tus actos, chaval. Sentía que en su caso la concesión recibida, era un brevet de irresponsabilidad nivel Dios. Sí, Ese mismo que creó este caos existencial en el que estaba sumido, junto todos los habitantes de este maldito planeta, aunque la mayoría no lo supieran y siguieran adelante con sus vidas huecas.

Oscar tenía la respuesta lapidaria. Nada servía para nada. El amor era un invento burgués; la risa, hija de la histeria; la familia una concepción tribal desactualizada; las fiestas, una broma poco elegante en el inevitable camino hacia un miserable desvanecimiento eterno. Con su hijo tenía una predilección, acaso el punto de quiebre de su sistema de pensamiento. Allí había aflorado ese sentimiento indescriptible, que ni con su esposa, socia leal, había conseguido. Le tomó largo tiempo desmontar esa sensación agradable, pero que contradecía el sentido de su existencia, que paradójicamente era el sinsentido del nihilismo. Elaboró complejos psicologismos sobre la necesidad de perpetuidad de la especie. Adelantó traiciones y rebeliones adolescentes que amargaban la dulzura de los niños cuando son menudos polizones en nuestro camino. Abjuró de enseñarle papás noeles, reyes magos y personajes ficticios. Si por la noche leía un cuento, dejaba bien claro los simbolismos. Contaba el chiste y luego lo explicaba, los humoristas saben de memoria, que allí se rompe el encantamiento.

Anhedonia, le dijo el psiquiatra. Le encantó la palabra por ser compleja. Su significado no resultaba nada agradable. Respondía a un mundo sin primaveras, un cuerpo blindado de caricias, imposibilidad de dar y transmitir vida a la vida, discapacidad espiritual en su sentido más complejo. Le recetó unas píldoras que activaban la producción de dopamina. Se sumaban a un extenso vademécum de remedios que ingería. Filosofía y patologías no resultan ser lo mismo.

Su salud mental se iba deteriorando. Él bien lo sabía, pero los ríos de la locura desembocarían en los océanos de la verdad; aquella que encontraría cara a cara tan solo para escupir al rostro con desprecio.

Cuando su hijo creció, voló del nido. El divorcio fue inevitable. Su esposa tenía otro amante, uno que sabía darle placer y no consideraba al sexo un miserable intercambio de fluidos.

La soledad fue su compañera y la confundió con libertad. Empezó ceremonioso un proceso de introspección que le llevó largo tiempo, hasta que un día dio con la amarga epifanía y se encontró con él mismo. Estaba más demacrado de lo que imaginaba, el espejo se curvaba sutilmente deformando los contornos y alterando percepciones. Su imagen le causó espanto y huyó despavorido. Desconsolado, descubrió ya tarde, que hallarse sólo también es una forma de estar mal acompañado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario