Los médicos ―¡ay, los médicos!―, desde el principio pensaron que estaba loca. ¿Qué cómo lo sé? Porque me enviaron aquí, con ustedes. Y siendo franca, he visto lo que hacen con nuestro sufrimiento y no me gusta. ¿Acaso cree que no me he dado cuenta? He leído con atención los informes que han escrito sobre mí desde la unidad de salud mental y en ninguno hablan de Miguelito. ¿Cuánto tiempo llevo hablándoles de él? ¿Sabe usted lo sola que puede sentirse una persona cuando no la escuchan?
Los médicos fueron los primeros que no quisieron escucharme. Si no llega a ser por mi empeño, Miguelito no habría nacido. Todos estaban de acuerdo: pensar en un embarazo era una locura. Pero yo no estaba dispuesta a renunciar a la maternidad. Si no había sido madre, no era por falta de deseo, sino por falta de amor. Me enamoraba de hombres que no se enamoraban de mí. Esas cosas pasan, ¿verdad? Fue por la educación que recibí que siempre pensé que para ser madre necesitaba un padre. Me equivocaba, lo único que necesitaba era conservar mis ovarios; por lo menos, durante un tiempo. Sería madre sí o sí. Y los médicos ―¡ay, los médicos!―, ¿qué sabrán ellos de lo que puede hacerse y lo que no? Decían que no había tiempo que perder, que era urgente extirpar el tumor e iniciar un tratamiento.
No querían entender que lo primero para mí era tener un hijo. Tampoco sé si usted lo entiende; no es por confianza si cada vez que vengo le hablo de estas cosas; es, más bien, por lo otro; por la falta de amor. Creo que las personas que venimos aquí, y acabamos contándoles cómo son nuestras vidas, lo hacemos por lo mismo; luego van ustedes, rebuscan en sus libros y ponen algún nombre estrafalario en sus informes, pero, no nos engañemos, lo que sucede es que en algún momento de nuestra vida hemos sentido que la soledad nos mutilaba, y no hemos sabido cómo curar esa herida.
Y pensar que a punto estuve de no tener a Miguelito. Y ahora, ¡mírelo! ¡Cuántas madres quisieran un hijo como él! Ni alborota, ni protesta; allí donde lo dejó, allí que se queda; ni rabietas a la hora de la ducha, ni lloros a media noche. ¡Mírelo!, con lo mayor que está y no pone impedimentos para que lo acurruque en mis brazos y lo llene de besos, como cuando era un bebe. Se bien, que otros niños a su edad no dejan que sus madres se recreen en arrumacos y carantoñas. ¡Qué alegría mi Miguelito! Los médicos que digan lo que quieran: que si delirios, que si psicosis maniaco-depresiva, que si depresión post-parto…Lo que quieran. ¿Quiénes son ellos para decir lo que existe y lo que no? El amor de una madre existe siempre. Me quitaron los ovarios, pero no me van a quitar a Miguelito.
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