Mi infancia no fue fácil. Fui maltratada por mi madre y pasé mucho miedo. A pesar de ello, yo la quería y la admiraba muchísimo. Era una mujer extraordinariamente inteligente, hermosa y con un fuerte carácter. En la España de los 60 eran tres motivos de condena social. Su marido, mi padre, se fue un día y no lo volví a ver nunca más. Mi madre trabajaba. Mucho. Yo la ayudaba todo lo que podía en casa, limpiando, recogiendo, pero nunca era suficiente, o no estaba como ella quería, o me acusaba de esconder cosas que yo ni siquiera había visto, incluso de cogerle dinero. La cuestión era que, por un motivo u otro, se iba poniendo muy nerviosa, me insultaba y en un momento dado se sacaba la zapatilla y no paraba de golpearme hasta que le dolían los brazos y las manos. Aprendí a reconocer en esos ojos verdes, que tanto miedo me daban, las diferentes fases de la ira. Siempre pensé que era por lo mucho que trabajaba y lo difícil que era en aquella época subir sola a sus tres hijos. Pero con el paso del tiempo, empecé a observar algunas pautas de comportamiento extrañas, cambios abruptos en el estado de ánimo, pasaba de la euforia a la tristeza con tanta facilidad que la una se acabó convirtiendo en el preludio de la otra, aunque mayoritariamente siempre estaba triste. Un pequeño infierno doméstico.
Hasta que un día se le fue de las manos y mi hermano acabó con conmoción cerebral en el hospital, porque se dio con la cabeza contra la pica del lavabo de un tortazo que le propinó mi madre. Ése día todo cambió. Tras ingresar a mi hermano, tuve un ataque de ansiedad en la sala de espera, y empecé a llorar y a llorar hasta que me inyectaron un calmante. Cuando desperté una mujer muy amable del hospital me pidió que le explicase qué había ocurrido. Por supuesto mi versión poco tenía que ver con la de mi madre. Se abrió una investigación y se adoptaron medidas urgentes: nos fuimos a vivir con mi tía y a mi madre la ingresaron en un centro de salud mental, en el que por primera vez en su vida, recibió el tratamiento y el apoyo adecuados. En poco más de un año mi madre era una mujer completamente diferente. Se la veía relajada, centrada, tranquila, y sonriente. Pudimos reanudar la convivencia, aunque mi hermano mayor, ya había encontrado trabajo y vivía en un piso de estudiantes.
Siempre pensé que ojalá alguien nos hubiera ayudado antes, en lugar de decirme "tu madre está loca", "qué graciosa es tu madre", "menudo carácter"… Supongo que por eso yo decidí estudiar psicología y ayudar a las personas a entender lo que les pasa, a tratar los estadios mentales difíciles por los que todos pasamos en la vida, antes de que nos perjudiquen o se cause un dolor y un sufrimiento irreparables.
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