Agazapada, entre los pliegues de la compleja dinámica psíquica, campea la enfermedad mental blandiendo su espada flamígera esperando el momento oportuno para asestar su golpe desestabilizador de la condición humana, generando un maremágnum de sensaciones tanto incompresibles como displacenteras y, en ciertas ocasiones, extremadamente dolorosas e incapacitantes a nivel personal, familiar y social.
A nivel histórico el intento de explicar este sombrío panorama ha oscilado entre la atribución de posesiones demoníacas y dones divinos, hasta actos de brujería, participación sobrenatural, simulación y degeneración mental; lo que ha constituido un caldo de cultivo para la discriminación, la exclusión, la marginación, el destierro, el aislamiento y hasta la tortura y muerte de quien la padece.
La persona, bajo la tiranía de la enfermedad mental, siente menoscabada su capacidad de disfrutar de las docilidades de la vida, por la alteración de los sentidos, la alienación de la conciencia, la reducción de la voluntad y la imposibilidad de poner fin a un sufrimiento que puede ir desde una depresión leve hasta un delirio severo o una melancolía mortal.
A pesar de los estragos de esta situación patógena, la enfermedad mental no puede concebirse como un lastre que haya que soportar de por vida, ni como algo de lo que se tenga que avergonzar, ni sentirse inferior o inhábil, ya que hoy más que nunca, están dadas las condiciones necesarias para contrarrestar sus efectos indeseables si se asume con madurez y determinación la situación y se acude al profesional indicado para su tratamiento despojándose de prejuicios, ideas irracionales, y pretensión de soluciones mágicas y fáciles. Debe ser como asistir donde el médico, odontólogo, nutricionista, preparador físico o cualquier otro especialista que se ocupe de mejorar las condiciones de vida del ser humano.
Es así, como tras una ardua batalla, que puede ir acompañada de la prescripción temporal de algunos psicofármacos, capitula la enfermedad mental y la persona logra ser liberada de su tormentosa esclavitud, con lo que su vida puede desplegar todo el potencial que antes se encontraba raptado por la patología y retorna el goce por las más diversas manifestaciones de la cotidianidad, vuelven las sonrisas, reverdece de nuevo la esperanza, el disfrute por lo bello, el deseo de volver a soñar y de construir nuevos proyectos o d retomar los abandonados y, finalmente, despunta un horizonte más promisorio y la persona se encuentra nuevamente en capacidad de amar y de luchar por una existencia más digna, sensata y feliz.
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