Hacía tanto que no salía a la calle, que temió encontrar un mundo distinto, farolas y edificios diferentes. Pero todo estaba como ella lo dejó. "Ana", creyó oír. Se dio la vuelta, para constatar que no había viandantes.
Sin amenaza en el horizonte. Limpia como agua de manantial se mostraba la urbe, bajo el cielo añil, imperturbable. Siguió caminando unos pasos más, como le aconsejase el especialista. Luego volvería a la matriz envolvente y protectora de su casa.
Aunque, igual que en los sueños, la acera se estrechó y las edificaciones adyacentes parecían juntarse. Le faltó el aliento a la muchacha, mientras un punzón iba taladrando el pecho. "¡La fobia! ¡No está sucediendo!", se decía. ¿Y si moría allí asfixiada? ¿Entre aquellos bloques inmedibles? No, se trataba de un problema de salud mental. Recuerda eso. No lo olvides. No es, no es.
Se detuvo y respiró despacio. Inspiración, expiración. Tornó la voz serena del psiquiatra, tan lejana como un viento mítico. Le temblaron las piernas, esa goma inútil que desobedecía sus órdenes. "Ana", oía otra vez.
Vio una cruz verde. La antigua farmacia seguía funcionando. Allí, en el borde de la plazuela. Quizá no había transcurrido tanto tiempo, después de todo. Casi se arrastraba cuando pudo franquear el umbral.
—¡Ayúdenme!
Creyó que la iban a juzgar, que se reirían de ella.
—¿Qué te pasa? ¡Siéntate aquí! —La farmacéutica renqueaba con un bastón, pues había sido operada. Acercó una silla.
—Tengo pánico a los espacios abiertos.
—Bebe este vaso de agua. Sorbo a sorbo.
Pensó Ana en ingerir un tranquilizante. No faltaban jamás en su bolsillo. Entonces entró un hombre joven, tapado con la capucha del anorak.
—¡Dame el dinero! Venga, todo —ordenó a la señora, mientras sacaba una navaja.
Nunca llegó a comprender qué mecanismo, qué nudo deshecho de un tajo, desencadenó tal furia.
Cogió el bastón de la atónica dueña y empezó a pegar al atacante. Este, que no esperaba
actitud defensiva ni valor en aquellas dos mujeres frágiles y apacibles, comenzó a sangrar por la ceja y cayó sobre un armarito metálico, que lo hirió nuevamente. Salió corriendo.
—Voy a llamar a la policía —Casi sollozaba la boticaria.
—¿Cómo fui capaz? ¿He sido yo? —se preguntaba Ana.
—¡Qué coraje le has echado, hija mía!
Y mientras venía el coche patrulla la señora ingirió, ella sí, un ansiolítico. Tras describir al ladrón y proporcionar su número de teléfono, Ana se fue. Cruzó la glorieta con tanta energía como algunos años atrás, antes de que horadase tal dolencia su mente. Aunque por un instante dudó, al atravesar la calle, ya que el tráfico le aterraba, pisó con fuerza el pavimento. Incrédula, atónita. ¿Había sucedido la escena del robo?
Al día siguiente intentaría llegar hasta la avenida y el jardín de las palomas.
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