Me prometí a mí mismo tirarme de noche al pantano, vestido como estoy ahora. Era mi vídeo de cumpleaños, algo que te hiciera gracia, solo una toma. Entrar y salir.
Primero felicitarte con un discurso que mencione todo lo que siempre capta tu atención: platos con dibujos, muebles barrocos, piedras rojas, prensa local y posavasos. Luego, directo al agua.
¿Te gustó? Dijiste que había sido el mejor regalo de cumpleaños que te hicieron nunca.
Pero nada más enviarte el vídeo, noté que había perdido la medalla de mi madre, lo único que había jurado llevar siempre conmigo a todas partes. Desde ese día siempre sueño que la encuentro o que vuelvo a perderla.
Incluso despierto, me la palpo a ver si está, cuando voy a hablar ante mucha gente, cuando me paran los guardias, cuando entro en el quirófano y voy al examen de oposición. A ver si está, y me palpo.
Todos los años me tiro al pantano el día de tu cumpleaños. Examino las algas, acaricio las piedras, y espolvoreo la arena del fondo.
Siento al salir que la medalla está más dentro que nunca. ¿Dentro del pantano o dentro de mí?, ¿vuelvo a encontrarla o la pierdo de nuevo como te perdí a ti?
Tirarme al pantano es una de aquellas batallas imposibles que todavía peleo. Por ejemplo, demostrar que vivo en un libro y que los libros son de verdad.
Sé que no debo cuestionarme, pero tengo al menos dos preguntas: ¿cómo alguien cuya seguridad depende de un recuerdo de plata puede reunir valor para tirarse de noche al pantano?, o dicho de otra forma, ¿cómo puede ser tan cobarde de no quitarse nunca la cadena?
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