–Mira lo que te traigo, yaya –Le dijo Ali a Micaela–, lo encontré dentro del costurero de mamá.
Micaela miró fijamente el tubo de Redoxon y escuchó mientras Ali lo agitaba en su mano, lleno de botones, como si fuera una maraca. Aunque les había pedido insistentemente que lo trajeran en su última visita, lo había olvidado. No recordaba que siempre tuvo la costumbre de guardar en un tubo de Redoxon los botones de la ropa ajada, ni por qué lo hacía, ni cómo lo llamaba: el tubo de la mesura. En pocas ocasiones recordaba y relataba, repitiendo siempre las mismas palabras, como un credo, que guardaba los botones en el tubo y, con la tela de las camisas viejas, hacía paños para limpiar los cristales.
–Después todo cambió –contaba–, la vida se volvió loca.
Ali buscaba en el jardín alguien o algo que aquella tarde hiciera conectar a la abuela con el relato de su mal de los montones, como ella lo llamaba, pero fue la propia Micaela quien lo rescató de su memoria tirando del hilo de los hombres grises, al ver a Roberto, el hijo de su compañera de habitación, que llegaba con su traje de la inmobiliaria y se detuvo a saludarlas.
–Llegaron los hombres grises a visitarnos con una enciclopedia y una pulsera para el reuma de regalo, y las calles del barrio se llenaron de casetas de feria y de tómbolas, para distraernos. Y nos robaron el tiempo un sinfín de escaparates, y ya nadie guardaba los botones caídos –relataba Micaela.
Mientras su madre atendía al móvil, Ali la escuchaba. Habían sentado a la abuela entre ambas, en su banco preferido bajo el sauce del jardín interior de la Residencia.
–Pero tú si los seguías guardando, abuela. Mira, aquí están. –Ali volvió a agitar el tubo.
–Luego pusieron todos esos contenedores de colores en las aceras y me llegó la enfermedad de los montones –Siguió Micaela–, montones de ropa y de libros que no se leían…
Nada distraía a Micaela cuando conectaba, nunca se salía del guion, y siguió relatando:
–… Tarros de todos los tamaños y colores a los que nadie hacía caso en la alacena, se caducaban las peras al vino y la piña en almíbar y la salsa rosa y las alcaparras…
Ali le dijo, en voz baja, a su madre:
–Tú también amontonas y se te caducan cosas, hasta las toallitas limpiadoras de todas clases, que se te quedan secas.
–…Y llegaron esos artefactos eléctricos para atarnos con su maraña de cables, y estos espejos en los que os estáis mirando siempre –dijo, señalando al móvil que la madre de Ali miraba–. Los hombres grises siguen frotándose las manos mientras seguís haciendo montones…
Ali volvió a agitar el tubo de la mesura y Micaela se lo arrebató.
–Trae mi medicina. Y no volváis a quitármela.
–Déjaselo, Ali –dijo su madre–, habrá que volver a llenar otro, con los botones caídos de la memoria.
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