Nos sentamos en fila con mis padres en un sillón de tres cuerpos frente al sillón con ruedas del psiquiatra que estaba en la recepción hablando por teléfono, todos de buen humor haciendo bromas hasta que llegó el doctor y acicalamos nuestro ánimo. Teníamos que tocar el tema de dejar la medicación que yo venía pidiendo, hasta ese momento había omitido hablarlo con mis padres, hasta ahí sus comentarios habían sido medidos y me hice la esperanza de que argumentando bien y llorando un poco la carta el milagro era posible. Pero mamá explotó exagerando sus miedos e hizo catarsis, que yo la había golpeado hacía años, y dijo que ya estaba grande para repetir estas experiencias, que pedía algo inadmisible. Apenas se escuchaba la voz de papá. En eso el tipo empieza a interpelarme sobre mis cambios, a pedirme explicaciones del proceso para atribuirlo a las bondades de la medicación, me vi trastabillando y punzado con preguntas, empecé a tragar amargo y no pude seguir hablando. Batalla perdida.
Hace un rato en la cama soñé que al no poder soportar esta inquisición me levantaba y lo tomaba del cuello, barría sus piernas flacas de una patada para tumbarlo y acto seguido le pegaba extraordinarios puntapiés en los costados y en la cara hasta dejarlo gimiendo en borbotones de sangre con la cara desfigurada, mis padres tratando de gritar sofocados de horror y yo me sentándome en el sillón a esperar a la cana, la comisaría está ahí a la vuelta.
María Goya. Miro su cabeza. Por un momento es un aeropuerto esférico, resortes de colores, ritornelos, speztles, guampas y arpones chungos despegan y aterrizan, negra hondura de fondo, y más antenas y serpentinas en esa faz, en tránsito incesante.
Nueva entrevista con nuevo psiquiatra (el anterior murió de cáncer rápidamente), el tipo me dice "lo que decís sobre que la medicación te enajena es un error, nada te detiene a desarrollarte como persona, de verdad podés hacer lo que te propongas". Lo dijo con tanta simpleza que me sedujo y quedé mirando perdidamente la pluma fuente sobre su escritorio, acerqué tímidamente mi mano a ella y me puse de pie, con un revés recto de mi derecha se la encajé en la yugular y me incliné sobre él para beber la sangre, era dulce y caliente, esto me enardeció, él me miraba estupefacto, con los ojos abstractos. Con el revés de mi mano corrí la sangre de mi boca, la recepcionista se me quedó mirando impávida, salí al pasillo y bajé las escaleras hasta el palier, la puerta estaba cerrada con llave, el portero no estaba, con las dos manos levanté el sillón de un cuerpo y lo estrellé contra el vidrio inferior de una de las hojas de la puerta y pasé por la rotura, aspiré el aire frio y brumoso de la noche. Era cierto, beber la sangre de las personas que matamos con nuestras propias manos da una fuerza sobrehumana.
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