Nunca quise aprender a decir adiós. Decir adiós era que te eligiesen los recuerdos. Preferí el miedo, a no tenerme, aunque todo dependiese de un hilo tan débil que pudiera mostrar que nunca existió, aunque llevase una vida entera volver a caminar con "ella", esos segundos en los que la luz del escenario no quería irse y, yo, preguntaba si me querría para siempre. Por eso, sigo buscando, cada noche, sola en mi habitación, porque si pierdo eso, me pierdo yo… lo pierdo todo.
Mi cuerpo cubría el argumento de vidas ajenas mientras bailaba, la solidez de un conjunto donde estilo, forma y perfección eran las herramientas con las que dibujaba movimientos unísonos en espacio y tiempo. La vida a secas me llamó Rebeca, aquella que une, la psicosis del dolor y sacrificio en pasos de ballet, la celebración del movimiento del cuerpo. Porque bailar lo era todo, podía serlo, belleza y monstruosidad en texturas de piel erizada por la música, piruetas suicidas en giros donde desaparecías. Solo aire al aire, y ritmo, la coreografía repetida mil veces de una dermis que cambiaba. Entonces descubrías que jamás podías existir de una única manera, porque, en cada función, cada obra, eras una delirante sucesión de gestos que cedían tu mundo.
Mamá me enseñó que aquella era la vida, cogió suavemente mi mano y me la abrió como una flor ensancha su esencia en la primavera de la existencia. Mamá me lo dio y arrebató todo. Porque comprendí, que, para ser un cisne, no has de ser plumas, ni blanco inmaculado, solo esencia, armonía de inadvertidos paisajes que cobraban vida en instantes reducidos pero eternos. Como cuando, tras la función, retirabas tus alas a la tramoya y volvías a ser solo Rebeca.
Por eso, los excesos y defectos de mi enfermedad mental fueron pasos de baile. Porque, nada, en la naturaleza de bailar era otra cosa. Porque, cuando el doctor comentó que debía dejarlo, entendí que él no podía entenderlo, que no se puede dejar lo que no eres, aquella naturaleza que no da sino presta.
Yo no estaba enferma, no podía estarlo. Porque en la danza cada paso estaba codificado al margen de la genética y el ADN. Lo aprendes desde pequeña, Participan invariablemente las manos, brazos, tronco, cabeza, pies, rodillas, todo el cuerpo en una conjunción armónica. Vistes ropa ajustada para que tu cuerpo sea evaluado en la desnudez de sus movimientos.
Y comprendí, que la enfermedad no podría castigarme si me fundía en ella.
Y bailé, donde otras vieron declive, en el salón del sanatorio, en el cielo que descubría los ventanales de aquella institución. Porque fui capaz de ser lluvia a la lluvia, viento al viento, aunque otros solo viesen una mujer que apagaba su esplendor en carteles de liceos olvidados y aplausos cuyo eco se perdía en el pasado.
Hoy me visita Irene, mi hija. Es como yo, sabe que danzo sin mover estos músculos agarrotados, inservibles en su plasticidad aunque infinitos en la memoria.
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