Mamá nunca me dejaba quedarme a dormir en casa de la tía Adela. Decía que en cualquier momento podía tener un brote, y que era muy peligroso. Yo no lo entendía, y además no estaba de acuerdo. ¡Mi tía Adela siempre fue la más chula de mis tías!
Con ella podía jugar a lo que quisiera. No tenía problemas en sentarse en el suelo conmigo y montar naves espaciales con ruedas para organizar carreras por el pasillo.
Tampoco le importaba disfrazarse. Sacar de su armario sombreros antiguos, vestidos, perlas, boas, y permitirme elegir y maquillarnos a dúo con mucho colorete y pestañas postizas.
Mi tía Adela fue la única persona a quien le conté que me había enamorado cuando estaba en sexto. Y ella, que no estaba casada, ni lo había estado nunca, me dio el mejor consejo que me dieron nunca: si eso es lo que sientes, sé tú misma, no finjas ser otra para gustarle.
Cuando mamá me dejaba con ella y venía a buscarme, yo siempre insistía en que me dejara quedar a dormir. Tía Adela la miraba tan ilusionada como yo. Pero mamá siempre ponía mil excusas, me cogía de la mano y me sacaba a rastras para zanjar el asunto.
Cuando llegábamos a casa y yo le decía a papá que otra vez mamá no me había dejado quedarme a dormir, mamá lo miraba y decía:
—Ya sabes que será tu hermana, pero yo tiemblo cuando se queda con ella. ¿Y si tiene un brote?
Papá decía que la tía estaba controlada y medicada, que hacía años que no tenía un brote, pero mamá no cedía nunca.
Yo me preguntaba en qué parte del cuerpo le saldría a mi tía el brote cuando le aparecía. ¿Le crecería un árbol en el pie? ¿Un jazmín en la rodilla? ¿Un rosal en el hombro? ¿Un limonero en la frente?
Seguramente mamá temiera que pudiera meterme una rama en el ojo, o pincharme con una espina, si es que le brotaba así de repente. Pero yo sabía que la tía Adela era tan buena y me cuidaba tanto, que en el caso de tener uno de esos brotes, se alejaría lo suficiente de mí como para no hacerme daño.
Papá me llevaba a veces a visitar a la tía a escondidas, y me decía que mejor no le decíamos nada a mamá para no preocuparla.
Nunca entendí su preocupación. Ni la entiendo ahora. Ahora que sé a qué brotes se refería, sigo sin comprenderla y no soy capaz de perdonarle que me haya robado tantas horas de felicidad como podría haber compartido con la tía Adela.
La tía Adela murió ayer. Por suerte, como soy mayor y no tengo que pedir permiso, yo estaba a su lado. Murió sonriendo, como siempre la recordaré. Porque siempre sonreía. Porque jamás se enfadaba. La echaré de menos. Pero no quiero llorarla. Tía Adela me ha enseñado que hasta el peor de los momentos, se sobrelleva mejor con una sonrisa.
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