lunes, 4 de mayo de 2020

En el término medio está la virtud

Imagina que deambulas por los pasillos de un supermercado. No llevas la lista preparada, así que corres el riesgo de sucumbir ante inesperadas ofertas. Las de ese día son de impacto. En liquidación lleve tres por el precio de uno. Primorosamente alineados encuentras los artículos en promoción: limpieza, suciedad, orden, desorden, pulcritud, cuidado y abandono. Estoy casi segura de que llenarías tu carrito con limpieza, orden pulcritud y cuidado. Es más, diría que lo atiborrarías sin un ápice de remordimiento por dejar los estantes llenos de vacío. Pero ante la hipótesis de que la palabra solidaridad te asaltará, tendrías sólidos argumentos para llegar a la caja más próxima con tu carro a rebosar: ─Envases pequeños y fáciles de acomodar. Sin fecha de caducidad y ¡con estos precios!─.

¿Quién podría pensar que un exceso de orden o limpieza puede ser problemático? ¿Como una virtud puede ser excesiva?

Con tres años alineaba mis muñecas y cuentos de mayor a menor. Con cinco ordenaba, por colores, los calcetines y ropa interior que mamá dejaba aleatoriamente en los cajones de mi armario. Con ocho me felicitaron en el colegio por la pulcritud de mis libretas. En casa estaban orgullosos. Yo me sentía valorada. Era una chica virtuosa, como le escuche decir a la profesora de valores.

Pero la virtud se fue haciendo demasiado engreída. 

Un día decidí que mis amigas no volverían a quedarse a dormir. No soportaba que desordenaran mi armario, mis libros, mi música. Su falta de esmero con mis cosas me irritaba. Ni ellas ni mamá llegaron a entenderlo.

Otro día Raúl y yo lo dejamos. Fue una desesperada decisión de mutuo acuerdo. Incompatibilidad de caracteres, como en la canción de Sabina. Yo lo asfixiaba con mi obsesivo orden y él me exasperaba con su innato desbarajuste. 

En el trabajo acabé enemistada con varios compañeros. Sé que me han colgado la etiqueta de rara y obsesiva. 

Llegó un día en que sólo estábamos mi impoluto orden y yo, sin posibilidad de interferencias. Esa certidumbre me hizo espabilar. 

He tardado demasiado en pedir ayuda, pero lo he hecho. 

El primer paso, aceptar que tu salud mental está fastidiada, es el más difícil. Después, la terapia cognitiva te arma para arrostrar los ataques compulsivos. Las exposiciones con prevención de respuesta te muestran avances, pequeños, pero muy reconfortantes. El camino es tortuoso, pero merece la pena. 

Hoy he comido con Raúl en su apartamento. Se ha esmerado con el menú y los detalles. En la mesa había un ramillete de margaritas silvestres y salvia. Detrás del sofá he descubierto una montaña de libros y revistas. Me ha parecido enternecedor que los escondiera. 

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