La impotencia del no saber que hacer, de no querer decir nada por miedo a empeorar la situación. Esa rabia interna que me recorre por dentro intentando encontrar una forma de ser útil, de poder quitarte esa idea que recorre tu cabeza día tras día.
Y la impotencia vuelve cada vez que, con tu respuesta a mis mensajes, descubro que no estás bien, te conozco lo suficiente para notar que pasa algo, aunque puede que no sea así, nunca lo sabré porque por mucho que pregunte no me lo dirás por miedo a preocuparme.
Fuera de la barrera de la pantalla te conozco mejor, puedo leer tus inseguridades y reconocer el principio de lo que va a ser otro de tus ataques, todo comienza de una forma muy sutil, un leve movimiento de inquietud y sé que no estás bien. A cada minuto los nervios se apoderan más de ti y no sé cómo puedo ayudarte.
Vuelvo a sentir esa impotencia, estamos rodeados de gente y otra vez, sé que no estás bien, pero no sé qué hacer y no puedo quedarme quieta. Solo se me ocurre una mala excusa para hacer un recado de última hora y te pido que me acompañes. A lo mejor con menos multitud la ansiedad se reduce, no sé si servirá de algo, tampoco me lo dices, pero decides acompañarme, por lo que supongo que no he tomado tan mala decisión. Simplemente andamos callados y llegado el momento volvemos con el grupo.
Las ganas de que consigas valorarte y verte como lo hacen los demás crecen, no intento convencerte, no es la primera vez que retuerces el significado de mis mensajes.
Me he quedado sin ideas, ya no sé cómo ayudarte, la impotencia vuelve, ¿qué hago?, ¿qué digo?
Sigo dándole vueltas, no puedo parar, y de repente creo que he llegado a comprenderlo. La solución es mucho más fácil, siempre estuvo ahí. Sin saberlo estaba haciendo lo único que necesitabas, no eran mis palabras, ni mis consejos, ni las falsas subidas de autoestima; simplemente necesitabas mi presencia. Me querías ahí, a tu lado, sin necesidad de decir o hacer nada, las acciones se tenían que ver reducidas a mantenerme a tu lado.
Fue entonces como empezaste a abrirte y como yo te hablé de mí, de todo, lo bueno y lo malo, la oscuridad y la luz.
Y así empecé a comprenderte, mientras tú me comprendías a mí.
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