Tenía un espejo frente a su cama y mientras se miraba no podía dejar de pensar en aquella maldita pregunta. Se apretaba la cara y se dejaba caer hacia atrás, como aceptando la realidad, como presa de un destino fatal que ella se imaginaba capaz de haber podido controlar. Permanecía acostada unos segundos y, cuando por fin sentía un ligero alivio creyendo que se había ido, se reincorporaba y veía su reflejo de nuevo, a medio camino entre la incomprensión por lo que había hecho y la sensación de triunfo del que sabe que está a punto de dar el último paso de un camino que ha sido tortuoso y dilatado en el tiempo, pero que, exultante, está a punto de completar.
Al mirarse a los ojos se volvía a enfadar, y las miles de redes, conexiones y enlaces que la mantenían en tensión se activaban de nuevo.
Era agotador vivir así, pero aún no lo sabía.
Aquella Navidad pasó, y con ella se fueron largas horas de largos 15 días que vivió angustiada porque, la delirante fuerza de la autoexigencia que ya crecía en ella le hizo creer no sólo que había respondido mal una pregunta, sino que como consecuencia de aquel fallo suspendería el examen.
Recibió sin inmutarse un sobresaliente, olvidó enseguida los nervios y toda la presión a la que se había sometido sin, ya aquel 8 de enero, razón aparente. No se felicitó, no fue al kiosco a comprarse gominolas como premio a su buena nota. Bajó al recreo y no dio importancia a que todas sus compañeras celebraran haber aprobado, diciendo sentir envidia por su diez y siendo capaces de ser justas, y mucho más generosas consigo mismas de lo que ella lo era.
Otros muchos exámenes pasaron, en algunos el veredicto final lo dio un médico, una amiga que se ponía en contacto después de un periodo de frialdad, o incluso ese ejecutivo del que sólo conocía su nombre y su puesto y del que dependía su entrada en la empresa para la que llevaba tiempo preparándose, todos pasaron. Los pensamientos que su fuerte sentido de la responsabilidad y perfeccionismo generaban conseguían llevarla por caminos angostos, tenebrosos y dolorosamente repetititivos cada vez que se encontraba en uno de aquellos periodos de los que, el tiempo le enseñaría, nuestro camino está lleno.
La única realidad que era capaz de ver entonces era la que había construido en su cabeza, tan formada, tan evidente para ella. Después ese mundo se iba, y lo hacía soberbio, girándose para mirarla y sonriendo porque el trabajo ya estaba hecho, había sido su presa una vez más.
Un día, aquel lluvioso día de primavera, fue ella la que se giró para mirarlo. Lo hizo también soberbia y singularmente confiada. Cómo iban sus propios pensamientos a controlarla, pensaba, quiénes eran ellos, continuaba, si dependen de mí. Los dejó atrás, se alejó con firmeza y serenidad y entonces, sólo entonces, una nueva vida comenzó a abrirse paso.
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