Empezó cuando aun era pequeña. Mi regalo de cumpleaños aquel año fue un gato. Según pasaban los días, comprobé que al gato le ocurría algo curioso. En dos puntos del lomo le empezaron a salir dos bultos, que con el tiempo se convirtieron en dos pequeñas alas. No seas ingenuo, los gatos no vuelan. Pero mi gato tenía alas. Intenté hacerle ver a mi madre que el gato era peculiar; ella se limitaba a responder "sí, es un gato muy especial", mientras seguía haciendo su trabajo. Ser madre soltera no debió ser fácil.
Comprendí que solo yo podía ver aquellas alas, por lo tanto, debía ser tan especial como el gato. Este descubrimiento me alegró.
Unos años después, el gato murió, y con él sus alas. Pero apareció una sombra, permanentemente en la periferia de mi visión, no importaba cuán rápido moviera la cabeza, nunca conseguía verla. Le preguntaba a mi madre qué era aquello oscuro de la esquina, pero aseguraba que no había nada. Sospeché que mi madre estaba confundida, debía ser fruto del cansancio acumulado.
Una noche de otoño, aquella sombra se cernió sobre mi, envolviéndome, me asfixiaba. Grité. Desde urgencias fui derivada a la planta de psiquiatría. Al leer el rótulo de la puerta acudieron a mi mente imágenes de tantas películas que decían representar un psiquiátrico, llenas de gritos y agujas. Sin embargo, la única que gritaba allí era yo. Así comenzó mi hospitalización en la planta de psiquiatría, escandalosa y plagada de miedos.
Unos días más tarde, mientras leía un cartel sobre la importancia de hablar sobre la salud mental, apareció Lucía, dicharachera, sonriente y con mucha imaginación. Le pregunté por qué estaba hospitalizada. Sufría depresión. "No se te nota", le dije. Me reveló que la mayoría de las enfermedades mentales son invisibles. Allí conocí a muchas personas ingresadas, cada una luchaba su batalla particular en su cerebro, pero todos ellos ayudaron a derribar prejuicios sobre las enfermedades mentales que ni siquiera sabía que tenía.
Comencé a tomar unas pastillas de color amarillo pálido. Albergaba dudas sobre si aquello tan pequeño podría acabar con la sombra que me perseguía. Después de todo, aquella sombra para mí era real, aunque nadie más la viera. ¿Cómo podría la pastilla saber qué hacer y a dónde ir? Descubrí que la sombra se iba haciendo más y más pequeña, hasta que se redujo a una masa oscura a nivel del suelo.
Me dieron el alta, y Lucía y yo seguimos siendo amigas muchos años. Supongo que actuábamos como terapeutas la una de la otra al compartir nuestras experiencias y miedos, de esta forma era más fácil tomar perspectiva de la realidad.
Hace unos minutos me ha llamado. Dice que la vida se le estaba haciendo demasiado cuesta arriba y tenía que volver a ingresar. Le he contestado que estaría esperándola a una llamada de distancia. Que juntas exprimiríamos nuestras vidas, aunque las enfermedades mentales se empeñaran en exprimirnos a nosotras.
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