Un egiptólogo me dijo que tenía los ojos como los de Elizabeth Taylor, y una mirada tan fascinante que aquel mortal en quien me fijara, quedaría embrujado, perdería su voluntad.
¿Sería posible que mis ojos provocaran ese efecto?
Me interesé por todo lo concerniente a Elizabeth Taylor, lecturas, películas.
Hasta que un domingo di un grito al ver el rostro de la Taylor reflejado en el espejo. Sus ojos me enviaban extraños mensajes que sólo yo podía comprender.
* * *
Mi vida dio un giro cuando le conocí. Me enamoré, juré que sería para mí. Charlamos, fuimos a mi apartamento. Llegamos al éxtasis, vivimos momentos inolvidables. Le retuve el sábado: no podía resistirse a mis encantos. Él dijo que ese fin de semana su mujer visitaba a su familia. Y fue mío hasta el domingo. Pero tuvo que marcharse porque ella regresaba. Después empezó a rechazarme: no contestaba mis llamadas, me evitaba si nos encontrábamos. Busqué una solución.
* * *
¿Por qué le contaría nuestra aventura a su mujer? Nadie le amaba como yo: sería mío o de nadie.
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Hoy estoy más lúcida. Recuerdo nítidamente mi historia. Pero no me arrepiento de nada.
Una mañana esperé a que ella saliera de casa y, en una vía solitaria, la embestí por el lado del conductor.
Al día siguiente, me puse bella para asistir al entierro, darle el pésame a él, estar a su lado en esos momentos tan dolorosos. Era la ocasión de reconquistarle.
* * *
Ahora sólo me queda esta fotografía suya:
—Amor, ¿por qué me has hecho esto? No quería causarte daño. Te amaré siempre, pero sólo puedes ser mío. En tu oficina pretextaste que andabas ocupado. En tu casa me despreciaste, dijiste que no me amabas. Mis ojos ya no ejercían fascinación sobre ti. Por eso te rocié ácido corrosivo sobre tu cara. Desde entonces paseas ayudado con un bastón. Varias veces me puse delante de ti y no podías verme. Tampoco lo hacías antes, cuando no eras ciego. En el parque te supliqué, sería tus manos y tus ojos. Me dijiste que estaba paranoica, que carecía de salud mental, que mi amor era una obsesión enfermiza y deberían encerrarme en un psiquiátrico.
Recuerdo que compré una cinta de sonidos. Ensayé hasta lograr imitar a la perfección el canto de los pajaritos en el paso de peatones.
Una tarde le vi solo en la acera, dispuesto a cruzar. Entoné el silbidito de los pájaros y él se lanzó imprudentemente. Se oyó un ruido fuerte, el impacto del cuerpo sobre un camión. ¡Qué mala suerte, amor!
* * *
Consumé mi venganza, y no aprecio ni un atisbo de arrepentimiento.
Mañana será el juicio. Me acusarán de asesinato y me condenarán a cadena perpetua. Cuando el juez lea la sentencia le miraré fijamente a los ojos. Dicen que tengo los ojos de la Taylor.
Y si lo del juez no funcionara… podría encandilar al carcelero.
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