martes, 5 de mayo de 2020

La espera

La calle estaba desierta y mal iluminada; los débiles faroles luchaban contra la rigurosa penumbra que dominaba ese frío ambiente nocturno; la luna brillaba, apenas, tratando de salir victoriosa ante las silenciosas nubes que intentaban anularla y el viento, testigo susurrante de sus embates, no podía más que acompañarla desde la solidaria distancia; era una noche como muchas otras, dominada por una oscuridad opaca e inclemente. Desde una ventana del edificio y sentada en un sofá de añejo tapiz, Lucrecia, con los ojos ya cansados, miraba tratando de divisar la figura inconfundible del amor de su vida, del hombre que la cautivó desde el primer día; por él tomó la decisión de terminar los diez años de convivencia con Darío, lo que fue muy bueno porque la relación se había deteriorado como nunca lo hubiera imaginado; ahora, sólo podía agradecer al destino por conocer a quien le dio nuevas ganas de vivir y enamorarse. Habían cumplido recién dos años de vida bajo el mismo techo y confiaba en que la armonía sería duradera; al comienzo tuvieron dos o tres desacuerdos pero la positiva disposición de ambos permitió superar ese impasse; como experiencia fue muy útil porque decidieron asumir la realidad y acomodarse a ella persiguiendo un beneficio mutuo.


Arnaldo acostumbraba a llegar cerca de la medianoche al hogar pues su jornada laboral, desde hacía varios meses, se había extendido por necesidad de la empresa; no estuvo de acuerdo con esta exigencia porque intuía que, más temprano que tarde, pondría en peligro su relación con Lucrecia pero necesitaba el empleo y oponerse a la extensión de la jornada tendría ingratas consecuencias; ya conocía el caso de dos empleados que la empresa despidió por no acatar las nuevas disposiciones. Estaba seguro que él correría la misma suerte si se negaba a trabajar algunas horas más y eso, definitivamente, produciría graves secuelas en su relación. 

El reloj mural ya indicaba las dos de la madrugada. ¿Cuánto tiempo llevaba esperando? No lo sabía ni le interesaba saberlo. Estaba haciendo lo que su corazón le ordenaba y eso era más que suficiente; no le quedaba más que resignarse a su destino y confiar en que algún día vería llegar a Arnaldo antes que sonaran las doce campanadas. Su mente, trabada por las cadenas invisibles de una profunda depresión, se negaba a reconocer que el hombre que la había conquistado, y le había jurado amor eterno, ya no regresaría; sin embargo, seguía escudriñando, con más voluntad que certeza, la impenetrable oscuridad; jamás podría aceptar el cruel abandono de quien significaba todo, y mucho más, para ella.

Repentinamente, el giro de la cerradura de la puerta irrumpió como un suave murmullo en sus oídos; cerró los ojos al escuchar unos leves pasos; volteó la cabeza y trató de gritar. No pudo emitir sonido alguno. 

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