No es la oscuridad, no. Es lo que podemos ver en ella.
Descorrió las cortinas y asomó la mirada al exterior. Nada. Ya eran las dos y media. Ninguna visita, a pesar de las promesas. Ningún sitio donde querer ir, a pesar de las invitaciones. Un luto discreto. El cadáver se descomponía lentamente, ajeno a todo, bajo la luna. La vida seguía su curso. Cerró la persiana y se dirigió al mueble bar. Quería un whisky porque siempre en las películas se le antojaba una bebida deliciosa, una bebida que propiciaba mágicamente aventuras y libertad. Abrió la botella, olió y se le quitaron las ganas. Se durmió al rato, en el sofá, toda vez que consiguió no pensar en nada.
Sus pies desnudos se deslizaban por del suelo de parqué. La sensación era placentera. Como si fuera un felino. Hacía tiempo que no bailaba con nadie en la discoteca, bar, pub o cómo se dé en llamar ahora los tugurios dónde se hace el imbécil con música que ha perdido gradualmente su buen nombre. Quizá se tratara de un efecto secundario a su mala salud (de hierro) mental. En casa, a veces, se permitía una alusión al bailoteo pero poco, nada que ver con los innúmeros tragos que sí se permitía. Y los recuerdos más o menos dolorosos también eran tolerables para un fajador como él, recuerdos al modo de una atmósfera o un contexto donde incrustarse. Lo justo, solía decirse con el cristal entre los dientes, como para seguir vivo: los recuerdos, los tragos. La lluvia.
Que llevara calcetines le permitía desplazarse con suavidad por el parquet de toda la casa. Del sillón a la cocina. De la cocina la baño. La cerveza la evacuaba nada más tomarla pero retenía su espíritu. Luego de vuelta al sillón. A ratos al ordenador, para corregir la selección aleatoria de alguna canción por mala o por demasiado buena en su día disfrutada en la compañía adecuada. Solía escuchar un poco de todo.
Las horas pasaban rápidas, amortiguadas entre tragos, música, recuerdos. De vez en cuando sopesaba su mala salud mental. De hierro, porque le pesaba no estar bien. De hierro, porque era consciente de ella y luchaba como un caballero antiguo de flamante armadura. Soñaba algún lance medieval en que salía victorioso. Sólo la soledad como testigo mudo de sus dotes. El móvil en silencio, los vecinos tolerantes, el vacío omnipresente. Los ojos fijos bravos como los de un soldadito de plomo.
No es la oscuridad, no. Es lo que podemos ver en ella.
Descorrió las cortinas. Nada. Ella hace ya un tiempo que se fue.
Quería un whisky, quería aventuras y libertad. Abrió la botella y se le quitaron las ganas. Habría más días. Habría más oportunidades para luchar y ponerse en pie. De no haberlas, las inventaría.
El luchador se durmió al rato, en el sofá, con una tenue sonrisa dibujada en el rostro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario