lunes, 4 de mayo de 2020

Señales

Su forma de mirar cambió el día que el amigo imaginario de la infancia volvió a instalarse en su mente. A partir de ese momento los enemigos regresaron. El portero del edificio en vez de saludarle desplazaba en horizontal su dedo por el cuello y el conductor del autobús le apuntaba con el índice, simulando disparar a su frente. Decidió recluirse en casa y entonces se apoderó de él la ansiedad. A continuación, la ira. Las discusiones familiares fueron en aumento hasta que una noche su familia tuvo que encerrarse en el baño. Al otro lado de la puerta aguardaba él con dos cuchillos. Después de veinte minutos de espera tuvo un instante de lucidez y percibió que su salud mental cada vez estaba más dañada.

A la mañana siguiente se marchó sin despedirse y durante semanas fue dando tumbos, de pensión en pensión, hasta quedarse sin dinero. Por un segundo pensó en regresar para curarse, pero al final terminó durmiendo en la puerta de un local abandonado, junto a la glorieta de Atocha. Allí, rodeado de cartones, la ropa se cubría de mugre según su pelo y la barba iban enmarañándose. Asentado en su particular oasis de tranquilidad apenas se movía, porque en cuanto dejaba aquel rincón reaparecían las alucinaciones. Las voces que taladraban su mente las intentaba acallar ahogándolas en alcohol. 

Cuando casi podía tocar el fondo del pozo, llegó aquel jueves que lo cambió todo. Aún dormía cuando un estruendo lo despertó. Pensó que los desvaríos madrugaban más que nunca y, de repente, sonaron nuevas detonaciones. Estaba golpeándose la cabeza con los puños, para así eliminar los ruidos, cuando empezó a ver cómo la gente corría; muchos de ellos bañados en sangre. Sin saber por qué, abandonó el refugio y fue hasta la estación. Allí, un amasijo de hierros y cuerpos se diseminaban por los andenes del Cercanías. Miraba los vagones destrozados preguntándose si aquello de verdad estaba pasando o era otra de sus fantasías. Al ver los cadáveres, los gritos y el pánico, rompió a llorar. Varias personas trataban de ayudar a los heridos y se sumó a ellos. Fue testigo de cómo a algunos se les escapaba la vida y comprendió que aquello no era una invención, que todo era real. En un instante, los monstruos que le acechaban ya no eran nada comparados con aquella tragedia. Había estado viviendo con miedo al infierno, pero ahora se encontraba en él. En cuanto llegaron los sanitarios volvió a la guarida, tomó sus bolsas de plástico y comenzó a andar. Aunque le quedaba un camino muy duro por delante, en casa le esperaba su familia dispuesta a ayudarle. 

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