Entre la oscuridad del baño un cuerpo se mecía, pequeño. Su mente era un baile de amenazas y dudas, mientras se deshacía entre lágrimas, con las fuerzas consumidas por la ansiedad. Pero lo peor era aquel vacío, como un silencio cortante, que le llenaba el pecho.
Al otro lado de la puerta, todo seguía como siempre: su madre en la cocina, su hermano en la habitación. Y ella esperaba, incapaz de hablar, de seguir. «Deja ya la tontería», dijo la madre. El inodoro desprendía un líquido denso y corrosivo, que ascendía por su cuerpo lentamente. La misma voz volvió a retumbar, aquel sonido ciego y chirriante que la había acompañado toda la vida; y se ahogaba.
Cuando la madre abrió la puerta, el líquido no se fue. El cuerpo de la hija parecía haber encogido, y se agarrotó al sumergirse en la luz súbita y cegadora. La mujer, la niña, se revolvió, repleta de vergüenza y de una culpa irracional. Aquella voz, que hacía más grande el silencio, tampoco llegó a marcharse.
Y así, su llanto se volvió interno, y ella se llenó de frío.
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