Sé por qué te escribo estas líneas, le concediste vuelo a mis estrellas. Miraba al cielo y escuchaba tus palabras, tu latir y el de mi corazón. Era mi sangre una gigante hoguera embrujada por tu olímpico pecho. Al principio venías cada fin de semana con la bolsa de viaje y el billete en la mano. Tejían tus labios calceta de amables preguntas. Me fui enamorando de ti y de tus ojos somnolientos. Todo era diez, quince, veinte, treinta cuarenta, cincuenta, cien veces más grande y mejor; el crepúsculo lejano, los gruesos cristales ahumados de mis gafas, mi falta de autonomía mental, el eclipse; el luto por mi padre, la sombra del patio, el mirador donde paseábamos.
De pronto tus gritos no eran trinos de pájaros, ni tus pasos silenciosas huellas en el camino. Te sentía como otro hombre, oscuro, sin fragancia ni modales; siempre con la luz de un cigarro cerca de la boca, una papeleta de apuestas y el carácter cansado y brusco.
No te evité a pesar de tener poca Salud Mental, necesitar paz, y que me amedrentaban tus ojos y su mirada dura, los vasos de moscatel bebidos despacio, que te ponían la sonrisa fea, los gritos desde todas partes de la casa, los números rojos en nuestra cuenta y las deudas.
Mi risa ya no se sentaban en la galería, estaba tensa como las figuras de cera, decía mi familia a menudo; como la gente olvidada, pensaba yo, con la respiración honda y solitaria ensayando un suspiro postizo, trasparente e invisible.
Qué fea estás hoy, sin peinar; mascullabas a menudo. Sí y descuidada de ti, escuchando tus gritos y sus ecos mientras boceabas porque te fallaban los caballos, los partidos y los galgos, y nos comían los acreedores. Mientras hacías de las tuyas, y soltabas una para divertirte con otra, yo observaba los tejados, los corralones y el cementerio como única diversión; Entre tanto los niños saltaban en el jardín me contabas que ya no era tu princesa, ni valiente, ni hada buena; solo un payaso, incluso me pegaba ser burro. No te quería oír y me iba junto a los rosales o a los granados, o a la puerta temblando de llanto. Pero si mis hijos estaban cerca y necesitabas corvetas y que rebuznara lo hacía; y daba coces al aire simulando alegría con desesperada insistencia.
Qué equivocadas se reían las criaturas con los ojos brillantes encaramándose en mis caderas. Me miraban extasiados y prolongaban sus risas pacificas e infinitas más allá de las paredes del patio, tanto como las hacía volar su imaginación. Ya no derramaré tiznadas lágrimas, no nos encontraremos, exclamé aliviada de pena y con el pelo recién lavado; movida por algún ángel del cielo.
Una nueva paz ha llegado a mí a través del psicólogo. Cuanto alborozo y planes impacientes para este invierno, sacudida por las pataditas de un nuevo amor y un hijo.
Adiós, si vienes por aquí alguna vez llama. Tus hijos se alegraran.
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