martes, 5 de mayo de 2020

El campesino y su novia

Esta mañana, me he acercado a casa de mis suegros, hacía tiempo que no lo visitaba y he visto al anfitrión muy desmejorado, cada vez me recuerda más a mi abuela. He charlado con él un buen rato. Tiene lagunas. A veces sabe quién soy y me pregunta por mi familia. A los pocos minutos sonríe y su mente se va diluyendo como un azucarillo en el café. Divaga sobre su niñez o pronuncia soliloquios ininteligibles. Mientras esto ocurre me transporto dos décadas atrás cuando mi abuela comenzó a sufrir esta cruel enfermedad. Entonces apenas se conocía, no sabíamos el alcance que podía a llegar a tener, o no queríamos enterarnos. Recuerdo que nos reíamos cuando quería comprar una pastilla de Okal en el quiosco de la esquina, como antaño hacía, con algunas monedas sueltas. Nos resultaba divertido y, sobre todo, intrigante buscar las mitades de los billetes de quinientas y de mil pesetas que ella rompía no sabíamos por qué oscuro motivo. Cuando nos dijeron que sufría Alzheimer encajamos las piezas de ese amargo rompecabezas.

Y, de pronto, mi suegro me llama por mi nombre y me pregunta en qué estoy pensando. Y me dice que estoy muy guapa. Que siempre lo estoy. Y me cuenta la anécdota del campesino que iba a visitar a su novia por la mañana, recién levantada. A mi suegro siempre le han encantado las historias, los refranes, los proverbios, los dichos, pero hacía tiempo que no hablaba de ellos, así que me sorprendió mucho que se acordara de esta. El labrador, antes del atardecer, iba a ver su campo de trigo. Allí permanecía un buen rato. Tenía una preocupación que contó a su amigo más íntimo. Le dijo que sentía que le gustaba más su trozo de tierra que su novia, el trigo que su mujer. El amigo, sabiamente le contestó que invirtiera el orden de las visitas, que se pasara al amanecer por la plantación de cereales y por la tarde a la casa de su prometida, cuando ésta estuviera preparada para recibirle. Esta historia me la cuenta para piropearme porque me dice que su hijo podía ir a verme a cualquier hora del día porque siempre estaba igual de guapa. Y ahora soy yo la que sonrío y me levanto y lo abrazo sabiendo que este gesto lo estoy haciendo por triplicado: por él, por mi abuela y sobre todo por mí, porque te agarras con fuerza al cariño que te transmiten, aunque a veces no sepan con quién hablan. Mi suegro aún conserva momentos lúcidos. Yo los agradezco. 

Pensaba que esta mañana iba a hacer una buena obra al visitar al enfermo y, sin embargo, ha sido él quien la ha hecho conmigo, me ha animado el día. Le cuento la historia a mi marido mientras cenamos. Me ha dicho que no lo ve desde hace dos días y que ese relato se lo contaba cuando empezó a salir conmigo. Se le han llenado los ojos de lágrimas.

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