jueves, 7 de mayo de 2020

El timbre

Al salir de la estación comenzó a caminar más deprisa. Haberla encontrado con tanta facilidad le maravillaba, tanto como un truco de naipes bien hecho. Mientras se dirigía a Berlín nunca se había parado a pensar que ella podría haber muerto hace tiempo, o que podía haberse trasladado a otra ciudad. El destino había hallado la senda. La fina llovizna del otoño pareció caer como un suspiro y las calles se oscurecieron. ¿Cómo le recibiría? Ahora, intentaba imaginar su rostro, pero no lograba reunir en una imagen viva todo lo que se hallaba en su mente; todo lo que recordaba de ella: su figura alta y delgada, su cabello negro e indomable, su boca de sonrisa interminable; la empapada gabardina que llevaba la última vez que la vio, al despedirse en esa misma estación, poco antes de que su padre se hubiese suicidado. Nunca pudo olvidar la expresión de su cara, cansada, amarga y triste al mismo tiempo. El indomable cabello goteando y vencido por la lluvia. El rojo de labios y el rímel corrido. Era como si su bello rostro se hubiese desmoronado.

De pronto miró su reloj, aún faltaban dos calles más. Se dio cuenta de que estaba indecentemente ansioso, incluso más de lo que lo había estado la primera vez que lo hicieron, cuando ella apretaba su cuerpo, completamente empapado de sudor, contra el suyo y, al mismo tiempo, él sentía la fría pared en su espalda. Era como estar junto a un precipicio y sentir ese vértigo que te dispara la adrenalina. Con ella, siempre era así. Por fin llegó ante el número 89, se detuvo, encendió un cigarrillo, aspiró y pudo contemplar como se avivaba la brasa, tragó una bocanada de humo picante y lo exhaló lentamente. Con paso firme y sin prisas se acercó a la puerta. En ese momento salió una mujer con un perro y le dejó pasar. El ascensor estaba averiado. Comenzó a subir. La escalera estaba tan oscura que tropezó varias veces. Las luces tampoco funcionaban. Cuando, inmerso en la oscuridad llegó al cuarto piso, encendió una cerilla y la acercó a un rótulo de latón. No, ese no era el nombre. La llama de la cerilla le quemó los dedos justo antes de iluminar la chapa de latón correcta. Las iniciales eran E. V. V. Dios...como le latía el corazón...Tanteó en la oscuridad para encontrar el timbre y lo hizo sonar. Esperó, esbozando una sonrisa, pero con el alma en vilo. Quizá no había nadie. Quizá hubiese cambiado de dirección. 

Al fin, escuchó el sonido de una cerradura, un pestillo produjo un ruido resonante, y la puerta se entreabrió. La silueta de una mujer asomaba en penumbra, pues el recibidor estaba casi tan oscuro como el rellano de la escalera, y, desde esa oscuridad, le llegó, casi flotando, una voz susurrante y quebradiza. Él, a pesar de que su cabello negro había sido invadido por hebras grises, la reconoció al instante. Justo cuando iba a dirigirle la palabra, ella le interrumpió:

– ¿Quién es usted…? ¿Qué desea?

Se quedó petrificado…

– Erika...Soy yo…Antonio... – la verdad es que está muy oscuro...pero soy yo….¿No me ves…? He vuelto.

– No, no, no...no puede ser… – repetía la mujer mientras iba retrocediendo.

Ella chocó contra algo, posiblemente un paragüero, entonces soltó un grito. Fue tan alarmante como si alguien la hubiese golpeado con violencia. Él puso un pie dentro de la casa y, de repente, ella recuperó el equilibrio, lo frenó con sus manos, y le miró. Antonio jamás olvidaría esa mirada. Se había perdido en el tiempo, detenida en un mundo de locura y olvido. Los ojos de él se llenaron de lágrimas, pero insistió.

– Erika...mi amor… – farfulló él entre sollozos.

– Lo siento. Váyase… Usted no es él… – añadió atusándose el cabello y endureciendo la voz.

Ella empujó a Antonio y le hizo retroceder hasta el dintel de la puerta. Cuando él cogió aire para intentar decir algo más, la puerta se cerró con gran estrépito.

No, no había luz en ninguna parte. Ya no.

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