La necesidad de huir la llevó tan lejos como se lo permitía su imaginación. Corrió hasta encontrar una vieja casa rodeada de plantas de maíz secas y sin cosechar. Avanzó sobre la hierba del camino hasta la puerta; se quitó la chaqueta roja de cuero y la dejó junto a una de las columnas que sostenían el techo.
A la altura del piso, un conejo asomó la cabeza desde un pequeño hueco en la pared. Por un instante creyó ver en su mente el paisaje de la ciudad desde el balcón de su habitación. Levantó la cabeza y supo que el sol ya casi desaparecía en el horizonte; intentó abrir la puerta pero estaba cerrada desde adentro. La presencia del conejo había provocado en ella tanta curiosidad que quiso ir tras él; removió trozos de madera de modo que pudiera ampliar el hueco lo suficiente para arrastrarse hasta el interior de la casa.
Había excremento de conejo por todos lados: en la mesa, las sillas del comedor, los muebles de la sala y en la cocina; los tapizados color sangre de las paredes estaban destrozados a tirones. Sobre el piso, y con los vidrios rotos, había retratos en blanco y negro de personas con el ceño fruncido. La madera crujía con cada paso, y la luz tenue no permitía ver con claridad las telarañas.
Encontró fósforos en la cocina, encendió una vela que estaba incrustada en un candelabro de bronce, lo tomó con la mano derecha y lo elevó a la altura de su cabeza. Buscando el origen de un sonido musical agudo llegó hasta una habitación de color azul donde había una pequeña cama de madera; dejó el candelabro en el piso y subió al colchón polvoriento; buscó bajo la almohada y encontró un reloj de bolsillo color dorado. El frio del metal hizo que sostener el reloj en sus manos fuera imposible. Una repentina brisa obligó a que se pusiera la chaqueta roja que apareció de nuevo junto a ella sobre la cama.
Una infestación de conejos blancos llenó la casa tratando de escapar de un repentino aguacero que amenazaba con romper el tejado. Se sentó sobre la cama y apoyó sus manos en las rodillas. Solo hasta entonces se percató de que el papel tapiz de la habitación tenía dibujos de conejos blancos jugando con pequeñas pelotas de colores; y que la música del reloj había eclipsado el ruido de la lluvia en el tejado.
Sintió que su vientre se desgarraba al ver en la pared el retrato a color de un niño de ojos azules y cabello negro que parecía tener pocas horas de nacido; de inmediato sintió que caía desde el balcón de su habitación; abrió los ojos y vio frente a ella a un hombre vestido con bata blanca, balanceando el reloj dorado y contando regresivamente hasta llegar a cero. Una sensación inexplicable la hizo sonreír y por primera vez fue consciente de haberlo hecho.
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