lunes, 4 de mayo de 2020

Terapia a las once y cuarto

Una ventana emergente surgió de la nada, ocupando la pantalla del portátil en cuanto recibió la llamada. Aquel era un viernes como otro cualquiera, uno en el que tampoco podía salir por esa maldita pandemia. Le iba bien trabajando desde casa, ni siquiera su rutina se vio afectada por evento de este calibre. Quién lo diría, ¿verdad? Mientras otros se subían por las paredes al no poder permanecer más tiempo al que llamaban "su hogar", para él no era nada más que continuar con su rutina. O casi.

—Buenos días, Clara.

—Buenos días, Simón. ¿Qué tal todo?

Clara era su terapeuta desde hacía un año, pero la sonrisa que le dedicaba cada vez que tenía terapia conseguía abrir el pequeño cajón de su mente en el que guardaba todo tipo de pensamientos y que estaba cerrado a presión. Desde que tenía memoria había empleado su tiempo a estudiar, a trabajar y a estar con la familia que le quedaba. Se esforzó con todo su ser para conseguir lo que tenía, pero el verano anterior fue cuando aprendió del peor modo lo importante que era cuidar de su salud mental.

—Un viernes como otro cualquiera —sonrió Simón, encogiéndose de hombros.

Al principio se mostró receloso cuando le recomendaron una psicóloga. Sus primeras sesiones con ella fueron cargadas de lágrimas, de silencios y con un nudo constante en la garganta. Aún continuaba sucediéndole y por eso se fijaba en detalles que le ayudaban a centrarse, como los cuadros de faros en la pared, el ambientador con olor a limón, los sillones de cojines blancos acordes con la decoración o la calma de su terapeuta mientras aguardaba a su próxima frase.

Ahora sus sesiones se limitaban a videollamadas por Skype al no poder salir de casa. Los primeros minutos siempre le costaba arrancar, sobre todo por la sensación extraña que le daba hablar contra la pared. Hasta que luego regresaba a la realidad, con ella y los problemas que ya no podía guardar en su cajón. La intensidad de la terapia en ocasiones le pasaban factura, hasta el punto de cerrar los ojos siempre que acababa.

¿Cómo había terminado así? ¿Qué mal había hecho para verse en un pozo que no tenía fin

—¿La próxima semana a la misma hora? —dijo Simón antes de despedirse.

Pero no obtuvo ninguna respuesta. La pantalla estaba congelada. ¿De verdad esa era su vida? ¿No era una historia disparatada de alguien tras un teclado? Entonces su teléfono sonó, causando un gran estruendo en su casa vacía:

—¿Simón? Se ha cortado la llamada —dijo Clara—. ¿Estás bien?

Lo estaría. No hoy y tampoco mañana, pero lo conseguiría.

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