He tenido una infancia feliz, pero al llegar a la adolescencia, todo cambió. Tuve mi primer brote. Acudí a Salud Mental y fue tan grave, que me tuvieron que ingresar en una unidad de psiquiatría infantil. Me diagnosticaron de trastorno bipolar.
Mis padres al principio pensaron que con unas pastillas me curaría. Pero no fue así. Tras varias recaídas, comprendieron que lo que me ocurría, no desaparecería. Los médicos nos dejaron claro que era para toda la vida, aunque con medicación y terapia me estabilizaría. No había ningún caso en la familia, así que era algo nuevo a lo que enfrentarnos.
Para todos, era una chica rara. Mis amigas de entonces, salvo una, se distanciaron de mí. Me convertí en una persona solitaria, apenas me relacionaba con los demás.
Con el paso del tiempo he aprendido a conocerme y aceptarme en parte. Las enfermedades mentales siguen estando mal vistas, quizás porque la sociedad las desconoce y lo desconocido da miedo. Poco a poco van tomando conciencia, aunque queda mucho por hacer.
A mis veinticinco años, sueño lo que cualquier otra chica: poder independizarme de mis padres, tener novio y casarme algún día.
De siempre, me han encantado las flores. Los profesores decían que tenía una mano especial para las plantas.
Hoy me he levantado con el firme propósito de conseguir el trabajo que tanto deseo. Apenas he dormido esta noche de lo nerviosa que estaba. Por fin tengo otra oportunidad después de haber terminado mi formación. Me ha costado mucho tiempo y esfuerzo llegar hasta aquí. Mis problemas han hecho que tuviera que abandonar los estudios varias veces.
Me visto un poco mejor que a diario y me pinto suavemente: la presencia hace mucho, dice mi madre. He hecho algunas entrevistas y en cuanto les hablo de lo que me pasa, porque no quiero ocultarlo, veo cómo cambian el gesto y me dicen: ya la llamaremos señorita.
Tengo miedo, de que me suceda lo mismo. Con paso firme avanzo hacia la floristería donde hace unos días dejé mi currículum. En él indicaba sin experiencia, pero con muchas ganas de trabajar.
Llego hasta la puerta, respiro hondo y entro. David, el jefe, me da un par de besos y tras las presentaciones pasamos a un despacho. Hay al menos otras tres personas trabajando allí, es más grande de lo que pensaba. Hablamos, salimos de nuevo, tengo que elaborar un ramo, con el material que me da. Sonríe satisfecho. Volvemos a pasar al despacho. "El trabajo es tuyo", me dice. Le explico lo que me ocurre. Entonces, me pone la mano en el hombro y me contesta que no le importa, que a su hermana le pasa lo mismo."Te espero mañana a las diez", añade.
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