lunes, 4 de mayo de 2020

La Puerta

Podría enumerar cada una de las muescas que distinguían aquella puerta, cada marca de óxido que tatuaba el pomo de la misma, cada pequeño relieve tallado en la madera. Para ella, aquel ciclo se había convertido en un ritual, una ceremonia periódica justificada únicamente por la misma inercia que lleva a alguien que ha perdido la fe a acudir a misa en una mañana de domingo. 

Su salud mental clamaba a gritos desesperados un arrebato de valor, una revolución interna que se diese en el momento justo, esos instantes en los que luchaba por desplazar su mano unos centímetros más y abrir aquella maldita puerta. Pero cuando sus yemas rozaban la madera, comenzaba a oír voces. Algunas eran lejanas, apenas perceptibles; otras, próximas a ella, llegaban a sus oídos con total claridad, golpeándola desde cerca. Todas decían cosas similares. Le llamaban débil, loca, enferma. Se reían de ella, la juzgaban, jugueteaban con sus miedos más profundos. Ella se quedaba allí, luchando por deslizar sus dedos un poco más y ganar una batalla a la que sólo ella podía poner fin. 

Pero nunca lo conseguía. Pasaban las horas, y ella seguía inmóvil, en el trance que su indecisión había creado, balanceándose en un estrecho limbo del cuál sólo conocía una de las dos salidas: la derrota. Una derrota que cada día dolía más que el anterior. Lentamente, alejaba su mano de la puerta, con la solemnidad de una nueva guerra perdida. Daba media vuelta y dejaba las voces atrás, relegando la labor un mañana en el que había dejado de confiar.

Un día, ganó la batalla. Cuando salió de allí, las voces le persiguieron. No le importó. En el fondo, comenzaba a sentir lástima por ellas.

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