Esa madrugada, con lágrimas escurriendo por mi rostro como lluvia sobre el tejado, me había rendido ante la impotencia de la realidad. Ya estaba cansado de reprimirlos y los deje romper el silencio. El primero en hablar fue un joven ansioso. Contó que a sus once años un vecino abusó de él y desde ese día perdió la voluntad de ir al baño. Aguantaba hasta hacerme en los pantaloncillos. En el colegio todos se burlaban y no entendían lo que le pasaba. Sus compañeros caminaban a su lado disimuladamente para olfatearlo y comprobar que olía a mierda. La profesora lo hacía a un lado y al reprenderlo lo humillaba frente a todos. Entonces, un niño bipolar de unos trece años lo interrumpió para decir que él nunca haría eso si lo dejaran volver a la escuela. Sentado en la camilla, mientras se hurgaba la nariz explicaba que eso era ignorancia y falta de compasión. –Nos hacen a un lado porque nos tienen miedo. –dijo un hombre mayor–. Dicen que estamos locos, pero quien soltó la bomba atómica fue un héroe y quien la inventó un genio –replicó el viejo. Por momentos, en una esquina de la habitación había una mujer quien permanecía callada y pensativa. Ausente. Y en otros instantes al frente suyo un hombre tan triste y deprimido que no quería parpadear. Las enfermedades mentales son etéreas. Intangibles, sutiles y a veces sublimes e inocentes. No tenemos la consciencia para definir si somos sanos o cuerdos. ¿No somos todos iguales? Los que me temían, los que se burlaron, los que me hicieron a un lado y me abandonaron, condenaron al niño ansioso que lanzó mil golpes, etiquetaron a la mujer autista y estigmatizaron al viejo matemático que cayó en depresión. De esta forma conocí a todas las personas que soy. Todas al mismo tiempo y cada una con sus propias razones para existir, su propias angustias, sus propios problemas y sus propias realidades. Aun así, todos tenemos algo en común. Somos una persona, un ser humano. Mis múltiples personalidades lloran y ríen igual que esa enfermera que me trae la medicina y charla conmigo. Sentimos y tenemos una vida. En ese momento una voz interior me dijo que no debía preocuparme. Me sentí liberado y a los pocos meses me dejaron volver a mi casa. Soy un paciente quien con el tratamiento adecuado ha aprendido a llevar una vida apacible, conviviendo y esperando no ser víctima de los prejuicios de una sociedad que discrimina a los que sufrimos enfermedades mentales. Necesitamos amor y comprensión, hechos que nos hagan sentir que somos valiosos. Ayúdennos a encontrar cual es nuestro propósito en la vida, acéptennos y usen lo que somos para el bien de nuestras familias y comunidades.
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