lunes, 4 de mayo de 2020

Los recuerdos

Como todos los primeros jueves del mes me dirigí tranquilamente a la clínica. Los rayos del sol me golpeaban en la cara, pero una suave y agradable brisa hacía ondear en pequeños pliegues mi camisa de lino. Cabizbajo venía rondándome una pregunta: ¿si reemplazáramos cada célula de nuestro cuerpo seguiríamos siendo los mismos?

Llegué a la cancela que estaba abierta y saludé a Mateo, el conserje. Leía minuciosamente mientras se subía las gafas y hacía un gesto con la mano a modo de saludo. Me dirigí hacia el jardín. Por aquí, el acceso es directo al área de salud mental y además, el trayecto es más agradable. El sonido de los pájaros orquestaba los frutales y cerezos, pero el crujido de una hoja reseca a mi paso rompió la armonía del momento. Avancé y allí estaba sentado Gregory, como de costumbre. Nunca saludaba porque ya te había visto llegar.

"¿Cómo estás hoy Gregory? Hace tiempo que no te veía", le pregunté.

Un silencio apareció entre nosotros: "la ropa no hace al hombre. Cuanto menos hombre, más ropa hace falta", dijo Gregory mirando hacia el edificio principal. Desconcertado, giré mi mirada hacia allí. Salía del portón, vistiendo una americana de franela marrón, el director general de la clínica. Para esta época del año tal vez era un tejido demasiado caluroso.

El viento movió algunas ramas. Siempre me preguntaba cuál sería la verdadera historia de Gregory. Su memoria había sido destruida por el síndrome Korsakov y cada día que lo visitaba tenía un pasado diferente. Había servido a la Armada Británica durante la Segunda Guerra Mundial. También había sido profesor de Literatura en el sur de Francia. Incluso había sido cocinero en la abadía italiana de Casanova.

Me senté a su lado y empezó a hablar: "Mi hijo detestaba la tarta de limón…" 

Y allí sentado pensé que la conciencia es una melodía que va tocando continuamente. Gregory tenía una creatividad espontánea e imprevisible. Su alma se sentía libre. Su pasado no se presentaba como pasado, sino como presente. Se autoconservaba en la duración, en un presente indiviso. Captaba las cosas tal y como son en el momento de contarlas. Sonrió. Y siguió contando.

Y allí estábamos, en ese instante nuestro que no podemos atrapar, pero que tampoco nadie nos podía robar. Al poco tiempo, una nube apareció en el firmamento dibujando formas extrañas a nuestros pies, entonces pensé quien estaba ayudando a quién. Y los recuerdos de aquel niño que fui empezaron a florecer.

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