La luz del amanecer se hacía hueco entre las sombras, y esa noche él seguía sentado en lo alto del puente mirando al vacío. No podía seguir luchando con los sucesos de cada día. Hasta el correr del agua allá abajo le dolía. Mantuvo los ojos abiertos, abatidos por el insomnio y dejó que su mente se perdiera en el inmenso cielo iluminado por los primeros rayos rojos del nuevo día. Quería tan sólo desaparecer. No supo cuánto tiempo llevaba allí inmóvil. Una enorme águila se lanzó en picado hacia el barranco e irrumpió en sus pensamientos, pasó tan cerca que sus garras casi podían haberse enredado en su larga barba y el golpe de aire lo devolvió a la realidad. Se agachó por instinto y su barbilla rozó el sucio abrigo. Y cuando levantó la vista ya no la fijó en el cielo sino en la orilla del río. Gritó al vacío. Alertó a la presa que escapó en el último segundo. El águila alzó el vuelo con las garras vacías.
No, no era una nutria de las que habitan el río. ¿Un perro?. Quizá. Se inclinó hacia adelante, asomó la cabeza para ver mejor y el viento le agitó con violencia el cabello que le había crecido en los últimos meses. Estuvo a punto de caer. Se sujetó con fuerza a la piedra. «Qué paradoja el instinto de supervivencia prevalece», pensó. El corazón le latía deprisa y algo se removió en su interior. No es el momento. Aún no.
Cuando llegó abajo se encontró a un escuálido perro con las costillas transparentándose a través de la piel, temblando de miedo, arrastrando las dos patas traseras. Unos ojos suplicantes lo miraban. Lo recogió y lo llevó a casa.
En los últimos meses Esteban no había mostrado interés por cosa, persona o animal y Milagros observó esperanzada su ansia desmedida por estar junto a ese perro. Los ojos del animal eran vivos e inteligentes y había adoptado un papel de sumisión incondicional hacia su protector. En secreto cada uno sabía que estaba vivo gracias al otro. Rogó a Mila que lo aceptara en casa. Su mujer accedió con la única condición de que acudiera a una consulta médica.
Esteban lo prometió, aunque se creía incapaz de volver a recuperar su salud mental. Su tristeza era inmensa. Un eco interno lo atemorizaba y se sentía tremendamente inútil. Pero se había dado cuenta de que Rayo, así lo llamaría a partir de ahora, por el motivo de esperanza que le había dado, y porque había sido más rápido que el águila, estaba mucho más desvalido que él, ni siquiera tenía un hogar al que volver. Tenía signos de golpes y heridas y se asustaba con cualquier sonido. Era el espejo en el que él se vio por primera vez reflejado. Empezaba a darle igual como juzgaban los demás su "locura". Quería ayudar a un nuevo amigo y desde que lo había decidido se sentía mucho mejor. Su vida volvía a cobrar sentido.
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