Trabajo en un despacho de publicidad donde la creatividad es algo tiránico y pasa factura. La salud mental no existe. Se da por sentado que sobrevives por debajo de ella. Mi jefe es un caníbal al servicio de otros caníbales y al final de la cadena alimenticia me encuentro yo: un becario sin energía y con menos salario. En días como hoy, me parece que las vistas al mar son lo único que me impide saltar por la ventana.
Salgo de una reunión con clientes multinacionales, de los que menean fajos de dinero delante de nuestros dedos abiertos al cielo. Reuniones Coliseo, las llamamos. Porque sales de ellas herido, nervioso, convertido en un ente de mantequilla, un fraude sin futuro ni presente. Mi jefe me persigue ahora y empieza a gritar, el cuello se le hincha de venas, proyecta su fracaso sobre el mío, me recuerda los millones que están en juego y que ahora planean sobre la basura, el mismo destino que le espera a mi cuerpo enclenque.
De repente, lo veo replegarse. Como si hubiera recordado que es huérfano, mi jefe dibuja una mueca extraña, se agarra la corbata y sale corriendo hacia el baño. Su ausencia se prolonga durante varios minutos, pero en la oficina nadie lo echa de menos. Es igual que el hambre en el mundo: cuanto más lejos, mejor. Pero sigue siendo mi jefe, de alguna manera, y la idea de que muera solo no me acaba de convencer.
Entro en los aseos y me lo encuentro echo una bola al lado del lavabo. Su cara es un tomate hervido, sus ojos de rana nadan entre lágrimas y me fulminan furiosos. Yo no entiendo muy bien qué está pasando hasta que lo veo: no puede respirar, se está ahogando, se agarra el pecho que sube y baja como si lo estuvieran vapuleando y me hace señas para que me marche, yo cruzo la estancia y abro la ventana, la brisa marina rezuma tranquilidad, pero lo oigo llorar de desesperación y ansia a mis pies. Me arrodillo delante del gigante corporativo, le pongo las manos sobre los hombros y lo anclo al suelo, él se revuelve sin mucho éxito, ha perdido ya parte de su fuerza primordial, se va ablandando bajo mis dedos y mis palabras, respira, respira, sus pulmones me van obedeciendo allí dentro, menos mal, y el pobre piltrafa se va tranquilizando. La eternidad se condensa en 5 minutos exactos de reloj.
Una vez expuesta, la intimidad entre dos personas puede desvanecerse o florecer. Mi jefe se decanta por lo segundo. Con el moco colgando, empieza a disculparse. Quiere saber cómo intuía yo lo que tenía que hacer. Sin darle muchos detalles, le respondo que los ataques de ansiedad y yo vivimos en el mismo barrio, por así decirlo, somos conocidos que de vez en cuando se saludan con la cabeza. Él sonríe, yo sonrío, el aire se mueve entre ambos. No sé cuánto durará esta tregua. Espero que lo suficiente.
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