Mi ausencia se contaba en décadas, por lo que nadie me reconocía. Yo saludaba con un "buenas tardes" y los demás me devolvían gruñidos envueltos en miradas escrutadoras.
A lo lejos vi la figura de un hombre grande y desgarbado frente a una casa de las de antes, de las pocas que no habían sido reformadas por los emigrados o los turistas.
—Hola Manolito —replicó a mi saludo.
Apreté la manilla del freno y eché pie a tierra.
—¿Severín? —dije y al instante me embargó un pudor extraño. Había usado el nombre con el que lo había conocido de niño y ya no lo era. Tampoco yo era Manolito, ni siquiera Manolo. Para mi mujer y amigos era Manuel; para mis alumnos, don Manuel.
Al estrecharnos la mano sacó la barbilla del pecho y se le iluminó la expresión. Le caía un hilillo de baba por la comisura y sonreía entre tímido y contento, mientras se balanceaba de un pie al otro, con el brazo izquierdo doblado y la mano cayéndole flácida. Por un instante recordé una escena remota de nuestra niñez, cuando jugábamos juntos. Ya iba a despedirme cuando asomó ladrando un perrillo blanco.
—¡Calla, bobo! —exclamó Severín y se agachó para darle caricias como brochazos.
Cuando dije que tenía que irme se alzó y, por un segundo, al estrecharme la mano, se le volvió a iluminar el rostro.
—¡Manolito! —exclamó cuando ya estaba montado en la bici—, ¿tú también eres muy feliz?
No supe qué contestar. Agité la mano y apreté el pie sobre el pedal.
Siempre lo encontraba en el mismo lugar, oscilando frente a su casa. Él decía "Hola Manolito" y yo "Adiós Severín".
—¡Mañana es domingo! —exclamó una tarde—. ¡Por eso soy muy feliz!
Entendería lo que quiso decir a la mañana siguiente, cuando acudí a la iglesia para saludar a las gentes del pueblo. Apenas hubo emoción en aquellos estrechones de manos formales, tan diferentes a lo sucedido minutos antes en misa, cuando el cura pidió que nos diéramos la paz y, como convocado por un conjuro, Severín despegó la cabeza del pecho para salir a dar la paz a todos los presentes. Había algo conmovedor en la escena: Severín era visiblemente feliz dando la paz a todos sin excepción, cura incluido.
Lo que escribí aquel verano en mi pueblo no valió para mucho, pero el reencuentro con Severín lo guardo como un pequeño tesoro. A veces, cuando el agobio de la ciudad se vuelve insoportable y necesito salud mental, me acuerdo de Severín dando la paz en el pueblo. Lo curioso es que la siento, su paz, y me emociono al saber que él sigue allí, de pie frente a su casa, aguardando la llegada del domingo para poder darle la paz a todo el mundo, el modo que encontró de sentirse parte de la sociedad. Y feliz, muy feliz.
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