Aunque casi nadie lo supiera, Vicente se había escapado del manicomio. Su loco deambular llegó hasta el emperifollado local del certamen. Vicente entró por azar; era el único asistente desinteresado.
El fugado quedó camuflado entre un público ávido de vinos y canapés gratuitos. Comían y bebían todos sin cesar, también él, el desconocido del todos llegarían a conocer después su perturbación en busca y captura. Al principio nadie reparó en su presencia. Después, un rumor creciente lo advirtió. Sin afeitar ni demasiado contacto con el agua por preferir de siempre el vino, vistiendo una vieja chaqueta de punto sobre una especie de pijama; por entero fuera de lugar en la gala. También llamaba la atención al atiborrarse de canapés y de vino, aunque nadie se atrevía a llamarle la atención a él; un sujeto de esa catadura amedrentaba a un público tan engolado como aquel. Nadie lo había visto nunca y ahora todos lo miraban de reojo. La gente cuchicheaba y se apartaba sin embozo. Los camareros también; no tenían el olfato de los catavinos, pero rehuían ciertos efluvios. Mientras esperaban instrucciones, optaron por tirar por la calle de en medio, dejando bien provista de vino y canapés la solitaria mesa del extraño. Al fondo, sobre el estrado, los catadores saboreaban ya el pronto exhibicionismo de sus sentidos.
Doña Matilde de Olivenza, viuda de Don Nicanor Olivenza, aristócrata y prohombre local, destilaba gran nerviosismo. Veía peligrar el evento instituido años ha por su difunto marido y lo último que querría sería una ceremonia perturbada; sería tanto como perturbar el eterno descanso de su Nicanor, tan amante en vida del vino y del decoro. Asustadiza, Dª Matilde no le quitaba ojo al intruso, quien a su vez miraba con ojos desorbitados, fijos, desconcertantes. Seguían los cuchicheos a su alrededor. Se había colado sin invitación, sin identidad y sin higiene. La mujer era también bastante fantasiosa y llegó a maliciarse algún sabotaje envidioso para ridiculizar y desprestigiar la cata, manchando a título póstumo la imagen impoluta de su marido. Discreto, el sumiller se acercó para sugerirle el aviso a la Policía, la identificación y desalojo del anónimo personaje. Pero la buena señora prefirió acogerse al protocolo y aguardar acontecimientos. Por el momento, el advenedizo de mirada alunada no se movía ni hablaba; parecía darse por satisfecho con el vino y los canapés.
Lejos del oloroso objeto de murmuraciones, los catavinos desplegaban su ritual, inclinando la copa el ángulo justo para apreciar las tonalidades del caldo, respirar su aroma, removerlo con precisión antes de probarlo y desglosar su pedigrí.
No fue hasta el momento de verlos desechar el vino en las escupideras cuando Vicente abrió la boca para otra cosa que no fuera ingerir.
–Si para valorar este vino tenéis que estudiar, es que no sois muy listos. Y si encima lo escupís, es que estáis más locos que yo.
En la sala se congeló el silencio. Luego el sumiller marcó el número de la policía. Los cuerdos hubieran preferido no oír nada.
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