Lloré toda la noche. Pensaba en las películas de terror en las que aparecen lugares como este, llenos de lunáticos. No pegué el ojo. No solo por el temor de los otros pacientes sino también por el monstruo que no me dejaba en paz: yo misma. Fue por ese que acepté voluntariamente estar allí. Mi vida era ingobernable. De la misma forma que los fantasmas huyen al alba así los míos lo hicieron. Escuché todo. Oí gritos, otros llantos, otras voces y en el cambio de turno de los enfermeros, el reporte de una noche tranquila..." Pero para mí fue la más violenta. Me metí debajo de la manta, la luz del día me fastidiaba. Luego una voz calidad de afuera de mi vientre improvisado me destapaba y saludaba: "buenos días. ¿Cómo amaneces?" -bien, le respondí. Pero ya no quiero estar aquí,-agrege. "Tranquila -me dijo. Ya te asignaron habitación en piso. Dúchate. Ahora vengo por ti". Al su regreso me puso una pulsera color naranja. Me preocupe al darme cuenta que compartiría la habitación. Sin embargo al entrar recibí una maravillosa bienvenida. Mi compañera resultó ser una genio. Llevaba 15 días y comía libros. Era obvio que la investigará. Era una ingeniera civil con doctorados en Australia, Londres y otros tantos por el planeta Tierra. Tres idiomas hablaba y devoraba integrales como si fueran golosinas. Era su forma de hacer yoga. Conocí a su hermana que la visitaba muy seguido con su padre. Permaneció casi por siete días más. Cuando Elizabet la ingeniera se marchó a los pocos dias su hermana volvió como paciente. Ella otra genio. Aunque no fue mi compañera de habitación mi poca timidez me hizo indagarla. Ella era médico forence. Hasta ahí no quise saber más.
Mi diagnóstico: trastorno afectivo bipolar. Y por supuesto en menos de una semana ya le había hechado el ojo a unos cuantos pacientes del piso masculino y a un doctor. Como hablaba mucho hice muchas amigas y amigos, solo a los que no se veían tan descuadrados. Un día llegó una abogada joven y muy pila. Nos hicimos amigas. Le contén que ya había encontrado el amor de mi vida allí mismo. Ella puso cara de sorpresa y me dijo: "disculpa si soy cruda, ¿No deberías amarte un poco más a ti misma, y dejar de buscar el amor por fuera de ti?" Quedé muda. Pero ella tenía razón. Después de tres semanas en la clínica, aprendí a controlar mi bestia y lo más importante a que el amor, si no lo veo dentro de mí estoy frita. De todas las amistades que allí hice, solo con Rosario -la abogada- aún nos hablamos y tomamos un café.
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