lunes, 4 de mayo de 2020

Casi una Vida después

Cuando se declaró la pandemia en 2020, y se tuvo que confinar en casa sin poder salir a la calle, tuvo miedo, mucho miedo de no poder volver a salir. 

Irene se apagó a los catorce y nadie sabía por qué. De repente, sin avisar, un aterrizaje forzoso y parada en seco. No podía salir de casa porque se le aceleraba el pulso, dentro de ella se desataba una tormenta eléctrica, y su estómago se encogía, palpitaba y se descomponía, aunque los doctores decían que estaba en perfecto estado.

Su familia moría de preocupación, necesitaba respuestas, ¿Por qué no puedes salir? ¿Por qué ya no vas con tus amigas? Algún médico apuntó a un problema de drogas, ya que era algo frecuente en jóvenes de los ochenta, y ella misma deseó haber sido drogadicta, eso al menos tenía nombre, si no solución. Esa fue su primera visita al psiquiatra, al médico de los nervios.

Antes, cuando una persona estaba mala de los nervios, no tenía solución. La trataban, con suerte, con condescendencia si no tenía la desgracia de ser sólo un loco, un tarado, y entonces le suministraban tratamientos de choque o incluso reclusión en centros mentales. Irene tuvo suerte, tres clases de calmantes y como diagnóstico "niña perezosa, vaga y malcriada". Desde entonces tuvo que demostrar cada día que se esforzaba pero que no podía. No sabía por qué, pero no podía salir de casa, los muros se estrechaban hacia ella y la apresaban, dejándola rígida, sin voluntad. Su familia nunca terminó de creerse que no pudiera, e insistían en que debía salir de casa, ir a la escuela, salir a un restaurante a celebrar un cumpleaños. Tienes que esforzarte más, querer es poder, ¡es que ni siquiera pruebas!, eran las frases que la machacaban cada día.

Cada vez que tenían buenas referencias de un psiquiatra se aventuraban a llevarla, sesiones de relajación, terapias conductuales, alivios sintomáticos. ¿Por qué no tendré una enfermedad normal? Se preguntaba. Una enfermedad grave, o mortal, pero que no cuestionaran si era cierto o no lo que le pasaba. Lo peor era que nadie imaginara o vislumbrara su sufrimiento. La soledad de la incomprensión era abismal.

Cuando su padre enfermó y murió, Irene no pudo despedirse. No consiguió salir de casa para acompañarlo en el hospital. Entonces decidió acudir otra vez a un nuevo psiquiatra, casi una vida después.

La salud mental había sufrido un adelanto colosal durante estas tres décadas. Irene ahora, oía hablar de ataques de ansiedad con la misma naturalidad que cuando era pequeña comentaban que les dolía la cabeza, y sentía rabia. Algo que a ella le había saqueado la vida, que ahora fuera cosa tan banal, le provoca ese resquemor.

Diagnóstico T.A.G., unas pastillas sin efecto narcótico, y, milagrosamente, recuperó la vida. Situaciones que para cualquier persona eran rutinarias como ir a la compra, a la playa, al cine, para Irene eran actos extraordinarios, eran vida, libertad. Situaciones que antes sólo le estaba permitido soñar, ahora se hacían realidad.

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