¿Qué debía decir?
Maldita sea, ¿cómo podía hacer que se sintiera mejor?
Guardando silencio, sintiendo impotencia, debilidad, incluso cobardía, contemplé a esa hermosa criatura que se sentaba a mi lado, en aquel banco. La angustia por aquel silencio tan abrumador volvió a invadirme, y aparté la mirada para contemplar el cielo oscuro.
¿Cómo me sentía ahora? ¿Triste? ¿Decepcionado?
Suspiré.
Tengo que contarte algo.
Así había comenzado la caída hacia aquel abismo, pero… ¿era realmente un abismo?
Yo… no estoy bien.
Había dicho aquello con tanta fragilidad… sentí mi corazón romperse, creyendo que había hecho algo mal, que la había hecho sentir incómoda durante la cita.
Padezco de esquizofrenia.
Aquella confesión supuso un alivio por una parte, pero también un duro golpe.
¿Por qué me sentía así?
Tomo el tratamiento, pero de vez en cuando sufro de alucinaciones o delirios. Trato de tenerlo controlado, pero… yo…
Tan triste y frágil al decírmelo… Estaba a punto de llorar, y mi silencio no la ayudaba en lo más mínimo.
¡Soy un cobarde! Tengo que decirle algo, tengo…
¿Pero qué decirle? ¿Un «lo siento»?
¿Qué se supone que debo decir para que se sienta mejor?
¡Maldita sea! No debería importarme, en estos meses, la he llegado a conocer. Soy capaz de saber que está enfadada e intenta ocultarlo cuando se muerde el labio superior. Sé que cuando empieza a mover su pequeña y adorable nariz de forma graciosa, está pensando. Sé que se siente frustrada si se agarra el lóbulo de la oreja derecha.
Sé que es graciosa, inteligente, trabajadora, decidida, mandona a ratos y muy, muy frustrante cuando se le mete algo en la cabeza.
Y maldita sea, me gusta. ¡La adoro! ¿Algo cambia por su enfermedad?
Me giré hacia ella. Reparé en sus ojos rojos, en las lágrimas silenciosas que se deslizaban por sus mejillas, en cómo abrazaba su cuerpo como si quisiera protegerse de algo.
Me acerqué a ella. La distancia que se había formado entre nosotros no me gustaba. Ella cerró los ojos, intimidada por lo que pudiera suceder.
—No quiero que te compadezcas de mí —susurró, débil y afligida.
Acaricié suavemente su dorado cabello, sonriendo. Supongo que no era agradable para ella ser vista con lástima, y odiaba a quienes la miraron así alguna vez.
—No tengo nada que compadecerte —dije, muy bajito —. Te quiero. Te lo dije ayer, te lo digo hoy, y te lo diré mañana. Eso no va a cambiar. —Me miró, con la esperanza brillando en sus ojos.
—Pero… estoy loca…
La silencié con mis labios. El roce de nuestras bocas fue exquisito, pero breve, pues tenía algo muy importante que decirle.
—No estás loca —susurré, a dos centímetros de sus labios —. No has cambiado. Sigues siendo la misma persona tozuda, sarcástica y brillante que tiene a toda la empresa a sus pies. Te conozco, y una enfermedad no va a cambiar que te quiero.
Ella volvió a sonreír.
Y el que más feliz estaba, era yo.
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