No había vuelta atrás. Lo intentaron muchas veces, pero ya estaba roto. Trece años juntos, dos hijos en común, y mucho amor. Pedro firmó los papeles del divorcio. Y a pesar de que el acuerdo fue amistoso, no pudo evitar la tristeza que sintió al cerrar la puerta del bufete de abogados, situado en la segunda planta de uno de los edificios más señoriales de la ciudad. Optó por bajar las escaleras, y se paró en el entresuelo. Arrimado a la pared, cerró sus ojos y dos lágrimas se derramaron sobre su rostro.
Pisó la calle, respiró profundamente y se tomó un ansiolítico. Desde su separación, hacía ya tres meses, se alojaba en casa de sus padres, en Vigo, donde vivió hasta los 18 años. Estudió arquitectura en A Coruña y al terminar, un estudio de Madrid contrató sus servicios. Fueron años de novias, salidas nocturnas, viajes con amigos por todo el mundo, algunos con mochila en pensiones, y otros con maleta en buenos hoteles. Pero tres veces al año volvía a Galicia. Su destino favorito. Su gente, su olor, sus afectos estaban allí. Y Pedro sabía que, tarde o temprano, regresaría a casa. En agosto de 2007 conoció a Graci en un furancho de Vilaboa, al otro lado de la Ría de Vigo. Era amiga de la novia de su hermano. En el verano de 2008 se casaron.
Ahora se pregunta qué pasó. Cuándo cayó al pozo. Fue feliz en su infancia, afrontó su carrera con pasión y, exprimió al máximo su vida, primero como estudiante, y después de becario en la capital. Allí se hizo un nombre y firmó proyectos de gran envergadura. Un éxito que completó con una hermosa familia, tras enamorarse a primera vista. Montó su propio estudio en Vigo y todo fue viento en popa. Pero hace dos años, algo se rompió.
Llegó sin avisar. No hubo motivo. Se abrió un pozo del que ahora intenta salir. Dejó de ir a trabajar. La cama era su refugio. Todo era oscuro. Empezó a tener miedo de vivir. Miedo, dentro y fuera. Tiró su agenda de vida social. Intentó estar en las sagradas comidas a las que siempre iba con sus amigos.
-Eso me tiene que ayudar, pensaba. Pero aparecía el pánico nada más sentarse a la mesa. El simple hecho de darse una ducha le costaba. Así que el agua en el baño brotaba para él muy de vez en cuando. Temblores, vértigos, falta de aire y tristeza, mucha tristeza. El médico confirmó el diagnóstico: depresión.
Fueron meses de medicación, psicólogos, rabia e impotencia frente a los suyos. Y es que, al mirarle sabía qué pensaban, ¿cómo puede estar de bajón, si lo tiene todo? Preguntas sin respuestas.
Hoy, su salud mental tiene altibajos, pero Pedro ha vuelto al estudio, se ha dejado caer por alguna de esas comidas, y el insomnio sólo aparece de vez en cuando. Sigue en su pozo, pero la claridad ya asoma.
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