"Está loca". Eso es lo que siempre le habían dicho al joven Pablo acerca de la señora García, una mujer menuda de ojos azules. Hace tiempo que circulaban historias sobre ella. Cada vez que Pablo y su familia se la encontraban, sus padres le susurraban que era mejor mantenerse alejados.
Lo más chocante de la Loca era su perenne amabilidad. Siempre daba los buenos días, y dejaba generosas propinas en la cafetería donde desayunaba todos los días. En respuesta solo recibía evasivas y silencio. En dichas ocasiones, un destello triste cruzaba sus ojos.
Cuando un virus cambió el mundo y empezó un repentino confinamiento digno de ciencia ficción, la delegación de Cruz Roja del distrito organizó a sus voluntarios. A Pablo le encomendaron repartir tupper de comida en diferentes direcciones, incluida la de María García, la Loca.
Cuando le abrió la puerta con una cálida sonrisa y le invitó a pasar, Pablo la siguió hasta la cocina, rehuyendo su mirada azul. Contestaba en automático, sin prestar mucha atención a sus comentarios acerca de lo agradecida que estaba y de las dificultades económicas que tenía porque no querían contratarla. ¿Quién querría contratar a una loca?, pensó el chico. De repente, un nombre en la conversación le obligó a levantar la mirada.
- Eres Pablo, ¿verdad? -repitió ella.- No te acordarás, pero yo te cuidaba cuando eras bebé. En esa época tus padres y yo quedábamos mucho.
- ¿Eran… amigos? ¿Qué pasó?
La cara de la Loca se ensombreció.
- ¿Sabes que hay personas que tienen problemas de estómago y les impiden llevar una vida normal? Pues mi problema era de pensamiento. Empecé a tener crisis de miedo en situaciones injustificadas y sin previo aviso. El corazón se me aceleraba tanto que parecía que se me iba a parar. Al final por miedo a que me repitieran las crisis no salía de casa. Tenía miedo al miedo. Si hubiera sabido antes que se podía controlar, quizá aún conservaría mi trabajo. Tardé en ir al psiquiatra porque no quería que me colgaran el cartel de "loca" de por vida, pero mereció la pena. Aún así, la gente sigue teniéndome miedo. Solo porque no se han molestado en comprenderme. No saben que las enfermedades de los pensamientos duelen.
- ¿Duelen?
- Sí, a veces causan un sufrimiento tan intenso que el dolor físico en comparación es un alivio. Y, lo peor de todo, es que las personas en general, en vez de ayudarte, te dan la espalda e incluso te tratan con desprecio, justo cuando más les necesitas. No son conscientes de que estas enfermedades están creciendo y muy probablemente las vivirán de cerca. Cuando llegue ese momento, se arrepentirán, pero ya será tarde.
Pablo no hubiera consentido nunca un comportamiento racista u homófobo, pero, sin darse cuenta, había participado de una discriminación muy importante. Parpadeó. Sentía como si estuviera viéndola por primera vez. Hasta ahora había sido siempre "la Loca", y ahora simplemente la veía como María García, su vecina del quinto.
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