Sentada en el balcón de la habitación principal, María Lucía observaba con atención el parque del pueblo San Martín de los Llanos, siempre le pareció hermoso, estaba rodeado de frondosos árboles y en el centro había una gran corocora escarlata, ave típica de los llanos orientales. Detalló las sillas de cemento, se veían algo desgastadas, seguramente por escuchar tantas conversaciones, risas, pensamientos y no faltaría quien se sentara allí a disipar su tristeza.
Pensó en su niñez, fue tan feliz, corría por las calles jugando con sus amigos del colegio y ahora estaba allí, pensativa, tratando de entender su presente, a través del pasado.
Luego de desayunar se dirigió a la habitación de los sueños, era un refugio en el que pasaba gran parte de sus días esperanzada en que algún día su esposo Juan Agustín cambiara o finalmente, una fuerza interior la empujara a dar el paso que Gabriela, su gran amiga de infancia le había aconsejado.
Se le había ocurrido un día que en la amplia pared blanca de esa habitación podría dibujar un mural que escenificaría la trasformación de su vida y hasta de pronto, alguna inspiración divina le hiciera pintar también su final, que en últimas, era lo que quería, que terminara el dolor, pero ese mural iluminaba su alma, aún en medio de la desesperanza.
Cuando estaba allí, cedía la tristeza y la embargaba el entusiasmo por el progreso del mural. Sería eso lo que invadía a los grandes pintores al avanzar en sus obras? Abría presurosa una mesita en la que guardaba toda suerte de pinturas y pinceles y comenzaba su tarea, revisaba cada detalle y la forma de conectar la pintura con la profundidad de su ser.
Juan Agustín había sido su gran amor y también la mayor decepción en su vida. Un hombre soberbio e irascible que desde siempre la hizo sentir desdichada e impuso su superioridad física y emocional con golpes y palabras hirientes. Recordó entonces, la dolorosa escena de enterarse que no podría ser madre, esa noticia la derrumbó, pues un hijo podría conmover a Juan Agustín y al menos por un tiempo, hubiese dejado de maltratarla cuando bebía.
Lo más grave, -le había dicho Gabriela-, es que al contar esos violentos episodios, María Lucía parecía estar convencida que Juan Agustín tenía razón, por lo que era evidente que el comportamiento de su esposo había afectado su equilibrio y salud mental.
Al llegar a esa parte, María Lucía pintó su infelicidad y se detuvo en su rostro melancólico, el vacío de una vida de ultrajes e indignidad, pero en ese momento, ocurrió algo extraño, una voz que salió del mural y retumbó en su alma, le dijo que no debía soportarlo más, que ya era suficiente.
Se dirigió presurosa al sitio que Gabriela le indicó. Allí la recibieron varias mujeres con mucha calidez, dijeron que la esperaban hace años para denunciar a Juan Agustín y supo entonces, que no daría marcha atrás!!.
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